Estamos asistiendo a una eclosión de movimientos nacionalistas de todo signo y condición, desde los casos de Polonia y Hungría, a los más cercanos del secesionismo catalanista y el españolismo ultraconservador de Vox, y todo ello en momentos en los cuales la globalización parecía haber difuminado las viejas fronteras nacionales.
No obstante, las consecuencias de la crisis global del 2008 y de la actual pandemia del covid-19 han evidenciado un resurgir del nacionalismo, se han alentado políticas proteccionistas, se han cerrado fronteras, se mira con rechazo al extranjero, porque ante un incierto futuro, «la gente de todo el mundo busca seguridad y sentido en el regazo de la nación».
Frente a esta situación, en este convulso siglo XXI, tal como nos recuerda Harari, la humanidad tiene ante sí tres retos comunes: el riesgo nuclear, el del cambio climático y el del reto tecnológico, los cuales «ponen en ridículo todas las fronteras nacionales» y que solo pueden resolverse mediante una cooperación global que aúne voluntades.
El primer reto, el nuclear, al cual se enfrentó con éxito la humanidad durante los tensos tiempos de la Guerra Fría, parece haber resurgido en estos últimos años en los cuales Rusia y EEUU se han embarcado en una nueva carrera de armas nucleares que amenazan con destruir los logros de la distensión entre las superpotencias tan duramente ganados en las últimas décadas.
El tercer reto es el tecnológico ante el cual el Estado-nación es «el marco equivocado» para enfrentarse a las amenazas derivadas de la infotecnología, la biotecnología y a hipotéticas situaciones futuras como la implantación de manipuladoras dictaduras digitales.
Y a estos tres retos globales, como las circunstancias actuales nos demuestran, habría que añadir un cuarto: la acción coordinada a nivel planetario para hacer frente a la pandemia del covid-19 que nos amenaza a todos, sin distinción de naciones, razas o ideologías.
Ante estos retos, ante estas amenazas existenciales globales, todas las naciones deberían hacer causa común y por ello, mientras el mundo siga dividido en naciones rivales, será muy difícil hacerles frente de forma eficaz. Ello no significa abolir las identidades nacionales ni denigrar toda expresión de patriotismo. Harari pone como ejemplo el texto (no ratificado) de la Constitución Europea del 2004 en el que se afirma que «los pueblos de Europa, sin dejar de sentirse orgullosos de su identidad y de su historia nacional, están decididos a superar sus antiguas divisiones y cada vez más estrechamente unidos a forjar un destino común». De este modo, mientras que existe una economía global, una ecología global y una ciencia global, todavía estamos empantanados en políticas de ámbito exclusivamente nacional, lo cual impide al sistema político enfrentarse de forma efectiva a nuestros principales problemas como sociedad global. De este modo, el futuro pasa por, una vez excluidos los voceros patrioteros que todo pretenden arreglar enarbolando bandera que dividen y enfrentan, optar por un buen nacionalismo que, integrado en organismos supranacionales como es la Unión Europea, tenga una visión globalista del mundo y de los problemas que afectan al conjunto de la humanidad.
A modo de conclusión, Harari nos recuerda que, «si queremos sobrevivir y prosperar, la humanidad no tiene otra elección» que completar las lealtades locales y nacionales con otras «obligaciones sustanciales hacia la comunidad global». De este modo, nosotros, ciudadanos del siglo XXI, debemos compatibilizar lealtades múltiples, no solo con nuestro ámbito local (familia, vecindad, profesión) y nacional, sino también con dos nuevas e imprescindibles lealtades globales, esto es, para con la Humanidad y también para con el planeta Tierra, con todo lo que ello comporta de compromiso cívico consecuente.
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