Si las instituciones políticas no dan respuesta a justas aspiraciones de amplios sectores de la ciudadanía, es necesario reformarlas o crear otras. Hasta que esto ocurra, es legítimo y democrático actuar pacíficamente al margen de ellas en la calle. Una sociedad democrática puede y debe mostrar su protesta y su indignación en la calle. Cuando la gente pacíficamente toma la calle para hacerse oír, es porque quiere cambiar las políticas públicas. Y es otra forma de democracia; la de movilización que está cuestionando, sin querer suprimirla, la democracia representativa de los gobiernos, parlamentos y partidos políticos.
Para Eric Hobsbawm «las marchas callejeras son votos con los pies que equivalen a los votos depositados en las urnas con las manos. Y es así, porque los que se manifiestan eligen una opción, protestan contra algo y proponen alternativas. La acción colectiva en la calle, como acto de multitud o de construcción de un discurso, expresa una diferencia u oposición, muestra una identidad, y se transforma de lo particular a algo más general y cuando se mantiene en el tiempo se convierte en un movimiento social. La historia nos enseña que si en la sociedad democrática no existieran oleadas de movilización por causas justas no habría democratización, no habría la presión necesaria para hacer efectivos derechos reconocidos constitucionalmente, ni la fuerza e imaginación para crear otros nuevos». Esto no lo entienden nuestros representantes políticos.
CON FRECUENCIA, LAS sociedades se molestan con los movimientos y aún los consideran peligrosos. Cuando triunfan reconocen sus bondades e integran sus conquistas a la institucionalidad vigente. Ardua tarea, a veces se necesitan siglos para alcanzar algunos derechos: jornada laboral de 8 horas, descanso dominical, sufragio universal, igualdad entre hombre y mujer. En definitiva, con movilizaciones han avanzado las sociedades democráticas. Los momentos más creativos de la democracia rara vez ocurrieron en las sedes de los parlamentos.
Es lo que acaba de ocurrir en Chile. Hagamos un poco de historia. Tras el golpe de Estado de Pinochet , en 1973, se puso en marcha un experimento económico neoliberal radical, propuesto por el economista Milton Friedman . Hubo una liberalización total de los mercados y un monetarismo financiero. Se privatizaron empresas públicas, pensiones, servicios de salud, educación… Grupos económicos se adueñaron del agua. Restablecida la «democracia» continuó la misma Constitución pinochetista y el mismo modelo económico, sin que ningún Gobierno cambiara nada. Santiago Fernando Atria en su libro La Constitución tramposa lo explica. «Cuando se trata de derechos sociales, educación, salud, seguridad social…, la Constitución asegura las condiciones del mercado y le impone al Estado el deber de velar porque haya mercado». Además, incluye complejos mecanismos que, a la práctica, dan poder de veto a la derecha y obstaculiza reformas». «Para modificar las leyes orgánicas, denominadas constitucionales y plenamente neoliberales, son necesarias las cuatro séptimas partes de los senadores y diputados en ejercicio, es un quorum prácticamente insuperable». «La Constitución es neoliberal tanto en su contenido como en la configuración política que no puede tomar ninguna decisión transformadora, y eso ha ido minando su legitimidad; hoy existe una radical deslegitimación de la política institucional completa: partidos, Parlamento, presidencia de la república».
HOY EL GRAN problema de Chile es la brutal desigualdad. Pensiones y salarios muy bajos, y trabajos precarios. De ahí el endeudamiento de la ciudadanía para sobrevivir. Pero el problema no termina ahí. Además de la desigualdad, lo que irrita a los sectores populares es el sentirse víctimas de maltrato. La mitad de las personas de clases bajas dice haberlo sufrido en el trabajo, la educación y la sanidad. El ciudadano normal no solo es pobre y endeudado, también ha de soportar la soberbia de una élite, convencida de que merece sus privilegios, ya que, cree, son producto de su esfuerzo.
En este contexto se entiende la revuelta ciudadana iniciada el 18 de octubre del 2019 con las protestas de jóvenes que se negaban a pagar el aumento del equivalente a cuatro céntimos de euro en el billete del metro santiaguino. Las manifestaciones y disturbios se propagaron y se enquistaron en todo el país, reflotándose en la calle todas las reivindicaciones acumuladas desde la llamada revolución de los pingüinos del 2006, cuando los estudiantes secundarios se movilizaron para defender la enseñanza gratuita.
Este voto de las calles consiguió la celebración de un plebiscito el pasado 25 de octubre, en el que el 78,3% se pronunció a favor de una nueva Constitución y el 79 % que la redacte una convención constituyente de 155 miembros de la sociedad civil (50 % mujeres y 50 % hombres) escogidos el próximo 11 de abril. Será la primera Constitución, de las tres que ha tenido Chile en sus 200 años de independencia (1833, 1925 y 1980), en no ser escrita «de puertas adentro». La convención deberá redactar y aprobar una propuesta de texto de nueva Constitución en el plazo de nueve meses prorrogable por tres pero una sola vez. Luego el presidente del país convocará un nuevo plebiscito para su ratificación, y a diferencia de hoy, el voto será obligatorio para los residentes en Chile.
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