La leyenda de «El barbo de Utebo»

Cuando vas a una Hemeroteca, pretendes encontrar noticias o acontecimientos de calado, que puedan servir para conocer algo más o mejor nuestro pasado. Es la pretensión que tenemos los que nos dedicamos a esta profesión de la “Historia”. Mas, con frecuencia te aparecen cosas insospechadas, que nunca habrías podido imaginar. De una de estas sorpresas quiero hablar. Aparece en el Semanario, El Ideal de Aragón de Zaragoza, de 28 de octubre de 1916. Esta publicación fue del Partido Republicano Autónomo. Viene la noticia firmada con el seudónimo U. T. Bero, y que trata sobre una de las leyendas más conocidas en Aragón, cual es “El Barbo de Utebo”. Es muy graciosa y simpática y que precisamente por ello la quiero reflejar tal como está escrita. Además, conviene de vez en cuando emitir alguna sonrisa, todavía más en los tiempos que corren con: problema catalán-bueno español-, corrupción, crisis económicas, paro, etc.

Ahí va:

“Conceptos de baturrismo

Para nuestros escritores locales el baturro es un tipo que prefiere la burra a la mujer, y la almadía al tren, que se pone gafas ahumadas al tiempo de acostarse para curarse la vista, y que en su testarudez le dicen a la locomotora: ¡Como no tapartes tú! Pero lo cierto es que este tipo de baturro majadero, no ha existido más que en la imaginación enfermiza de nuestros literatos de por acá, que han querido obtener a su costa triunfos fáciles con miras mercantilistas, dignas de popular condenación.

El baturro es un ser, cuya psicología se desconoce aún en el mundo literario. Desparramados por el Alto y el Bajo Aragón tenemos muchos millares de paisanos nuestros, que sólo tienen de cazurros el lenguaje y la indumentaria, pero que dentro de ellos hay una ciencia de las cosas de la vida y una inteligencia natural, que para sí quisieran sus satirizadores con vistas al perro gordo.

“El barbo de Utebo”, o sea el ilustre Melantuche, es el único que se ha apartado de senda tan mentirosa, pero como la tendencia de animalizar al aragonés rural es la predominante, queda mucho campo de ensayo y de experimentación para contrarrestar tanta falta de verismo.

A propósito del barbo de Utebo

Pues señor…. No va de cuento, que es historia pura. Érase que se era, a principios del siglo pasado había en el vecino pueblo de Utebo un pescador tan apto para atrapar los barbos del río, como para hacer reír a media humanidad.

Un día fue a las orillicas del Ebro, observando que el pontón amarrado la noche anterior a un hermoso árbol en previsión de la crecida del río, estaba un algo lejos de la orilla, si bien se encontraba seguro, porque el madero a su vez había sido atado a un fuerte raigón.

Nuestro hombre regresó a la orilla, ya más alejada por el efecto de la creciente avenida, y una vez que ganó tierra observó con sorpresa deliciosa, que el tronco aparecía breves momentos sobre la corriente para sumergirse después por el efecto tensivo de la cuerda que lo amarraba, dando la impresión de un pez monstruoso que luchaba por libertarse de sus redes.

Por la mente de nuestro hombre cruzó una diabólica idea. Cogió una piel negra de carnero y media docena de puntas, y bogando cara el elefante marino lo alcanzó, adornando su cabeza para dar mayor idea de realidad. Regresó a la orilla, quedando satisfecho de su trabajo. A todo esto el río crecía sin cesar, por lo que la dantesca visión se hacía por momentos más lejana.

Nuestro hombre se fue derechito a Utebo, a cuyo alcalde denunció el fausto hecho de la pesca del gigantesco barbo, el mismo que al correr el tiempo había de hacerse tan famoso. Pero la primera autoridad utebera no quiso creer al presunto héroe. ¡Demasiado conocía su socarronería!

Por el pueblo se corrió la fausta nueva, mas como el Alcalde y los munícipes no daban crédito a sus ojos, una comisión de vecinos se trasladó sin pérdida de momento a Zaragoza, poniendo a las primeras autoridades al tanto de lo que acontecía.

El Alcalde, el Gobernador, el Arzobispo y el Capitán General se trasladaron inmediatamente a Utebo. Una vez ya en el lugar del suceso, fueron presentados al héroe. Y vieron con sus catalejos al monstruo. Y quedaron estupefactos. Y opinaron. El Gobernador decía que era un lobo marino y, que era un besugo, el Arzobispo. ¿Cómo arrastrar el ballenato o lo que fuera hasta la orilla? He ahí el problema. Cuestión de fuerza-dijo el héroe-.  Con echarle un lazo al cuello y que tiren los caballos de usías.

El hombre se  brindó a tirar de lazo desde su pontón. Todo el mundo presente se admiró de su valor. El príncipe de la Iglesia, que no era un Juan precisamente, se creyó muy en su caso de echarle la bendición.

Tomó el bote y la cuerda, y se fue para el barbo, al que después de muchos trabajos, consiguió aprisionar con el lazo. Llegó a tierra. ¡Vivaaaa! Todos aclamaron a Lacoma, que así se llamaba nuestro héroe, que no tenía punto de torpe.

A dos animales por cada autoridad, fueron ocho los caballos que se reunieron. Tras muchos tirones consiguieron remolcar a tierra al …. ¡Madero! ¡Oh, decepción!

Hubo consejo de autoridades. Tras larga deliberación, creyeron lo más oportuno aquello de no meneallo.

Y desde entonces la musa popular festeja el acontecimiento con aquel cantar que termina:

“Fueron a pescar un barbo y pescaron un madero”

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