En 1943,Gerald Brenan en su libro El laberinto español con profundo pesar nos advertía a todos los españoles: “Si hay una actitud «española» es ésta de creer que la solución a todos los problemas pasa siempre por excluir a alguien o librarse de alguien”. Brenan nos conocía bien y acertaba de pleno. Ha sido una constante histórica. Hay que construir la nación «española» a base de excluir a otros.
Hay que construir una España grande, jerárquica con unas élites reaccionarias en lo político y social, directoras del destino del país; católica en lo religioso; centralista en cuanto a la organización política administrativa; monárquica, en cuanto a la Jefatura del Estado. Por ello, quien cuestiona el poder y los privilegios de las élites directoras, no es ni se siente católico, quien defiende una estructura federal o confederal del Estado, o se manifiesta o se siente republicano, a lo largo de nuestra historia ha tendido a ser excluido, no merece ser español. Ha sido así y lamentablemente sigue siendo así.
Un gran historiador y exiliado español, Américo Castro, después de la guerra civil, mejor llamarla guerra de España, decía a los jóvenes: si queréis entender los conflictos en este país hay que remontarse muy atrás. Este país se conformó de una manera muy especial, expulsando primero a los judíos y luego a los moriscos. Somos los herederos de una exclusión. Nos engañamos cuando hablamos de una España de las “tres culturas” como si tuviéramos algo que ver con ellas. Nosotros somos los herederos de la exclusión de las tres culturas. Y eran culturas españolas: el árabe fue, durante siglos, la lengua oficial de España. Una lengua tan española como lo fue el hebreo, y así hubiera seguido de no haber sido expulsados los pueblos que las hablaban.
La iglesia católica ha sido una de las instituciones de acuerdo con esa visión de una España uniforme, que más ha contribuido como factor de exclusión en la sociedad española. Así ha calado en amplios sectores de la sociedad española acríticos y desconocedores de nuestra historia que una de nuestras características esenciales es la catolicidad. Naturalmente. Otras opciones religiosas, como la musulmana, judía o protestante fueron arrancadas de cuajo en nuestra historia.
En 1788 el Santo Oficio incautó todos los ejemplares de la Encyclopédie Methodique, donde apareció el artículo Espagne, de Masson de Morvillers, en el que se dice; «El español tiene aptitud para las ciencias, existen muchos libros, y, sin embargo, quizá sea la nación más ignorante de Europa. ¿Qué se puede esperar de un pueblo que necesita permiso de un fraile para leer y pensar? Si es una obra inteligente, valiente, pensada, se la quema como atentatoria contra la religión, las costumbres, el bien del Estado: un libro impreso en España sufre regularmente seis censuras antes de poder ver la luz, y son un miserable franciscano o un bárbaro dominicano quienes deben permitir a un hombre de letras tener genio».
Esa pesada carga de la Iglesia católica en nuestra historia supuso que incluso en nuestra Constitución de Cádiz de 1812, modelo del liberalismo político, se impuso su Art. 12. La religión de la Nación Española es y será perpetuamente la católica, apostólica romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquier otra. No solo es, todavía más, será a perpetuidad.
Por ello, el 8 de octubre de 1931, en las Cortes de la II República en el debate sobre la «cuestión religiosa», Fernando de los Ríos, entonces ministro de Justicia con un profundo dolor terminó su discurso: «Y ahora perdonadme, Señores Diputados, que me dirija a los católicos de la cámara. Llegamos a esta hora, profunda para la historia española, nosotros los heterodoxos españoles, con el alma lacerada y llena de desgarrones y de cicatrices profundas, porque viene así desde las honduras del siglo XVI; somos los hijos de los erasmistas, los hijos espirituales de aquellos cuya conciencia disidente individual fue estrangulada durante siglos. Venimos aquí pues -no os extrañéis con una flecha clavada en el fondo del alma, y esa flecha es el rencor que ha suscitado la Iglesia por haber vivido durante siglos confundida con la Monarquía y haciéndonos constantemente objeto de las más hondas vejaciones: no ha respetado ni nuestras personas ni nuestro honor; nada, absolutamente nada ha respetado; incluso en la hora suprema de dolor, en el momento de la muerte, nos ha separado de nuestros padres».
Luego en el siglo XIX también fueron excluidos en ese afán de construir una España buena, razonable, sana, eterna, por supuesto católica, monárquica y centralista los afrancesados y los liberales.
La España absolutista de Fernando VII necesitaba excluir a una nueva leva de judíos y moriscos, los liberales. Había que purificar otra vez a España extirpando a los liberales. Ignacio Martínez de Vilella, clérigo, juez, hombre clave del aparato represivo de Fernando VII, al ser interpelado por el embajador galo en 1824 tras la brutal represión contra los liberales del Trienio, responde sin vacilar: “Más vale vivir en España con un millón de personas como es debido que con diez millones de revolucionarios”. Toda una premonición de los objetivos franquistas.
Como señala Santiago Alba Rico en su espléndido libro España, un poco antes, en 1814, el periódico Atalaya, celebrando el decreto absolutista del malhadado Fernando VII por el que se abolía la Constitución de Cádiz: “Tres o cuatro mil enemigos de nuestra majestad, mandados unos a la hoguera y los otros a una isla incomunicable…Traed a la memoria cuantos millares fue menester herir para arrojar de España a los moriscos y los judíos, mucho menos perjudiciales que nuestros jacobinos, y con todo su expulsión se ejecutó y desde entonces comenzamos a vivir felices y sin susto”. Lo que suponía reconocer que hubo una vez una España limpia, honrada, buena, pacífica, cuya unidad fue alterada por herejes foráneos, antes los musulmanes, los judíos, los protestantes, ahora los liberales. Siempre los partidarios de esta España de unidad de destino en lo universal han encontrado enemigos, que hay que extirpar y eliminar.
A finales del XIX y principios del XX, reducida España a sí misma, el peligro procedía de los movimientos regionalistas o nacionalistas. Por ello, en octubre de 1905 el periódico del Ejército, La correspondencia militar, exigía que se expulsara de España a los nacionalistas catalanes y vascos: “Que vaguen por el mundo sin patria, como la raza maldita de los judíos”. “Sea ese un castigo eterno”.
Otras veces el enemigo era los trabajadores. El general Sanjurjo, director entonces de la Guardia Civil en 1931 comparó a los jornaleros agrícolas que protestaban en Extremadura con los cabileños del Rif, es decir que no eran españoles:” En un rincón de la provincia de Badajoz hay un foco rifeño”.
Luciano de Calzada, diputado de la CEDA por Valladolid, enumeraba en El Debate, en abril de 1934, a todos aquellos que no tenían derecho a llamarse españoles: judíos, heresiarcas, protestantes, comuneros, moriscos, enciclopedistas, afrancesados, masones, krausistas, liberales, marxistas.
Ese proyecto del diputado de la CEDA, lamentablemente fue llevado a cabo tras el desenlace de la Guerra de España por Franco, que excluyó a media España.: republicanos, socialistas, comunistas, anarquistas, etc. Cualquier medio fue lícito para purificar España con la aquiescencia y el beneplácito de la Iglesia católica, por lo que fue ampliamente recompensada por la dictadura. No creo sea necesario describir este proceso de limpieza del franquismo por ser conocido por todos los españoles o por lo menos deberían conocerlo.
Muy entrado el siglo XXI, más de lo mismo. Hay que seguir excluyendo. Lo estamos constatando día tras día en el Congreso de los Diputados, a todos aquellos que votan a partidos nacionalistas o independentistas en Cataluña y en Euskadi o se manifiestan republicanos. Sobran. Están de más. Y hace unos días con el “Lárguese de aquí, valiente”. Porque tras este “Lárguese”, ¿quién se tendrá que largar después? Mucho cuidado. Todo adversario o diferente en el pensar es suprimible en esta España nuestra. ¿Esta es la España que queremos? Lo lamento profundamente no tengo otra opción que corroborar la opinión de Brenan expuesta al principio de estas líneas. Seguimos igual. Somos incorregibles. No hemos aprendido nada.
Como cuenta Josep Fontana, en una ocasión un periodista preguntó a don Ramón Carande, maestro de historiadores: «Don Ramón, resúmame usted la Historia de España en dos palabras». La respuesta de Carande no se hizo esperar: «Demasiados retrocesos». Ojalá no sobrevengan más y dramáticos retrocesos.
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