Vivimos una época llena de incertidumbres, un tiempo en el cual, como señalaba Daniel Inerarity, estamos en “una situación propia de las sociedades en las que el horizonte de lo posible se ha abierto tanto que nuestros cálculos acerca del futuro son especialmente inciertos”. Y es verdad, pues, como este mismo autor señalaba en su libro Política para perplejos (2018), tras la indignación social producida por los efectos de la crisis económica del año 2008, se pasó a una decepción generalizada ante la situación general consecuencia de aquella y, posteriormente, a una fase actual de perplejidad, momento que coincide, como ahora ocurre, “cuando el malestar se vuelve difuso”. Por todo ello, es tan importante entender lo que pasa en estos tiempos convulsos e inciertos con los que hemos iniciado el presente siglo XXI y ello, en palabras de Inerarity, “es una tarea más revolucionaria que agitarse improductivamente, equivocarse en la crítica o tener expectativas poco razonables” hasta el punto en que “nunca fue más liberador el conocimiento, la reflexión, la orientación y el criterio”.
Pero la realidad resulta bien distinta. De hecho, Tony Judt, en su libro Sobre el olvidado siglo XX (2020), señalaba que una de las características que han marcado el siglo pasado ha sido, precisamente, lo que él denomina el “agotamiento de las energías políticas”, la crisis de las ideas que, hasta entonces eran el motor que había movido la historia de Occidente. Y es que, “aunque no carece por completo de significado la terminología izquierda/derecha, ya no describe lealtades políticas de la mayoría de los ciudadanos”. A ello se une un evidente escepticismo ante objetivos políticos globales como pudieran ser los de “Nación”, “Historia” o “Progreso” mientras que los objetivos colectivos se reducen a términos exclusivamente económicos (prosperidad, crecimiento, PIB, eficacia, producción, tipos de interés, comportamiento del mercado de valores), “como si no fueran medios para alcanzar colectivamente unos fines sociales o políticos, sino fines suficientes y necesarios en sí mismos”.
Así las cosas, Judt considera que nos hallamos en una “época apolítica” y, por ello, nos advierte de forma premonitoria de los riesgos que ello comporta, ya que, “las democracias en las que no hay opciones políticas significativas, en las que la política económica es todo lo que realmente importa y en las que la política económica está en buena parte determinada por actores no políticos (bancos centrales, agencias internacionales o corporaciones transnacionales), o bien dejarán de ser democracias que funcionen o volverán a presenciar la política de la frustración, del resentimiento populista”.
Pero este “apoliticismo” no es tal puesto que no hay nada más ideológico que los imperantes planteamientos de que “todos los asuntos y políticas, públicas o privadas, deban inclinarse ante la globalización económica, las leyes inevitables y sus insaciables demandas”. De hecho, las políticas, en opinión de Inerarity, “no saben con precisión qué deben hacer, pero cuando lo saben no se arriesgan a la pérdida de poder que eso implicaría”. Tal es así, que, ante el avasallador embate de la globalización neoliberal, este autor considera que muchas políticas evidencian “una mezcla fatal de negación de los problemas, postergación de las soluciones, falsas esperanzas, persistencia de las rutinas, vetos mutuos y cortoplacismo que termina reduciendo al mínimo su capacidad transformadora”.
En este contexto de incertidumbre, también se abren paso las consecuencias de la “política del miedo”, la cual se ha ido convirtiendo en un ingrediente activo de la vida política en las democracias occidentales, y ello explica la aparición o revitalización de grupos, partidos y programas basados en el miedo, bien sea éste hacia los extranjeros, ante los cambios, ante las fronteras abiertas o frente a la diversidad social y la libertad de expresión. Ante este panorama, dado que “la política de la inseguridad es contagiosa” y que puede socavar nuestras democracias, la posición de Judt es clara y rotunda: resulta imprescindible lograr la cohesión pública y la confianza política necesaria para una prosperidad estable mediante la provisión colectiva de servicios sociales y una política fiscal progresiva, algo que sólo los Estados democráticos tienen los recursos y la autoridad necesarios para gestionarlos y hacerlos efectivos.
Así las cosas, hoy más que nunca resulta obvio, y necesario, el papel de los Estados democráticos en estos tiempos de globalización puesto que, como señalaba Judt, “una democracia saludable, lejos de estar amenazada por el Estado regulador, en realidad depende de él” ya que, “en un mundo cada vez más polarizado entre individuos aislados e inseguros y fuerzas globales no reguladas, la autoridad legítima del Estado democrático puede ser la mejor institución intermedia concebible”.
Por su parte Yuval Noah Harari en su libro 21 lecciones para el siglo XXI (2019) nos ofrece otra clave para hacer frente a estos tiempos de incertidumbres, para estos tiempos en los que, según sus palabras, la Humanidad “se enfrenta a revoluciones sin precedentes, todos nuestros relatos antiguos se desmoronan y hasta el momento no ha surgido ningún relato para sustituirlos”. Y, por ello, Harari opta por destacar el valor de la educación, por la enseñanza en las escuelas de “las cuatro ces” (pensamiento crítico, comunicación, colaboración y creatividad), en las cuales deberían formarse las nuevas generaciones para disipar tantas incertidumbres que nos acosan. Y es que, ya lo dijo Nelson Mandela, “La educación es el arma más poderosa para cambiar el mundo”.
Villanueva Herrero José Ramón
(publicado en: El Periódico de Aragón, 28 septiembre 2021)
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