En su libro Un haz de naciones. Estado y plurinacionalidad en España (1830-2017) Xavier Domènech señala que la Cruzada franquista legitimada por la Iglesia católica arrancó con la necesidad ineludible de recuperar una patria, España, que se encontraba en manos de la anti-España, compuesta por republicanos, rojos y separatistas. ¿Les suena hoy?
Con ese objetivo, no sólo se depuró brutalmente el espacio simbólico y a los cuadros políticos, sociales, culturales y educativos de la II República, sino que además se procedió a nacionalizar al conjunto de la sociedad española hasta la extenuación. En este marco, la imperfecta nacionalización de un Estado ineficaz en el siglo XIX dio paso a una supernacionalización fascista, como nunca en nuestra Historia. Se niegan todos los demás nacionalismos. España es Estado uninacional, un ente indisoluble, una Unidad de Destino en lo Universal, como dijo José Antonio. Así en los Principios del Movimiento: «La unidad de la Patria es uno de los pilares de la nueva España, para lo cual el ejército la garantizará frente a cualquier agresión externa o interna». Así lo determina el artículo 37 de la Ley Orgánica del Estado número 1/1967. El artículo 8ª de nuestra Carta Magna es muy similar.
No obstante, esa supernacionalización, cuyas huellas perniciosas en parte de los españoles permanece tras 40 años de control de los espacios de sociabilidad, educativos, culturales y mediáticos, también propició unas secuelas imprevistas. La construcción fascista de la nación tenía tanta capacidad de inclusión, bien voluntaria o forzada, como de exclusión. Agrupaba y creaba una base social para ese proyecto de la «Nueva España», y a su vez se expulsaba, en una nacionalización negativa a amplísimos sectores de la sociedad, en un nacionalismo que buscaba básicamente sus enemigos en el interior más que en el exterior. Esto no era novedad ni exclusividad del franquismo, ya que otras formas de nacionalismo español se practicaban desde finales del siglo XIX. En la Dictadura de Miguel Primo de Rivera se sometió a jurisdicción militar todo ataque a la unidad de la patria, sus símbolos, y se prohibió la bandera catalana y la lengua catalana en la administración. Se mantuvo la sardana.
La novedad del franquismo era la intensidad de la construcción nacional española como un proceso de depuración y homogeneización sin parangón. Entre los excluidos: los trabajadores/as que protestaban, los universitarios o sectores de las clases medias que luchaban por las libertades. De hecho, las diferentes ideologías fuera del franquismo, como las republicanas, liberales, socialistas, comunistas, anarquistas o feministas eran antiespañolas. Obviamente, entre los excluidos y represaliados estaban todos los símbolos, lenguas y culturas que planteaban un proyecto nacional alternativo. Solo se permitiría el regionalismo administrativo, cultural y folklórico, del que toda España debía sentirse orgullosa. Antonio Floriano Cumbreño escribió en 1944: «el regionalismo puede ser positivo siempre que no se corrompa, ni incurra en exageraciones negativas de la unidad de la Patria».
Desafectos
Por ello, no es sorprendente que del conjunto de desafectos surgiera una reacción a esa exaltación desmesurada del nacionalismo español, a la vez que se prestigiaban y legitimaban los proyectos nacionales alternativos, los «nacionalismos periféricos». Todavía más, interrumpida una tradición nacionalista española liberal-republicana, e incluso la socialista y comunista, y monopolizado el españolismo por el franquismo y los aparatos del Estado, el antifranquismo en su desarrollo se impregnó de las culturas nacionales alternativas y planteó en su gran mayoría el proceso de democratización, sobre todo como un proceso de replanteamiento del Estado en su modelo territorial y de reconocimiento de su pluralidad nacional y su derecho de autodeterminación. Se prestigiaron y cobraron fuerza las reivindicaciones de las naciones alternativas, que incluso iban más allá del pacto entre una parte de esos nacionalismos, como el catalán, y el republicanismo y las izquierdas españolas en la II República. Democracia era sinónimo de reconocimiento de las distintas realidades nacionales. Se abría de nuevo la cuestión del Estado y se consideraba que su rearticulación a partir de las distintas demandas nacionales era un factor democratizador, y, a la vez, de desarticular del aparato franquista. Por otra parte, si el régimen franquista erosionó profundamente proyectos políticos y sociales de construcción nacional, como en Galicia, fracasó e incluso potenció, obviamente a pesar suyo, procesos de consolidación de realidades identitarias como la catalana y la vasca. Todo ello convirtió el reconocimiento y las libertades nacionales en un punto fundamental en el advenimiento de la democracia. Tema crucial y poblemático en la Transición. Y también hoy.
El franquismo es hoy un espectro del pasado todavía operativo. Una parte de la cultura política actual quizá tenga su origen en esa época tenebrosa. Y entre estas secuelas nocivas, puede que siga todavía vigente la imposibilidad de cuestionar la unidad de la nación española y de admitir el carácter plurinacional del Estado español. Sin asumir la plurinacionalidad es complejo construir gobiernos estables en la izquierda española ante el panorama actual. La alternativa es clara: PP-VOX-Cs.
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