José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 10 julio 2025)
El papel de los medios de comunicación resulta esencial para garantizar el funcionamiento de la democracia. Y es que, la prensa, la radio y la televisión, como señalaba María Jesús Luna Serreta en la obra colectiva Comunicación para la convivencia, se convierten en “mediadores con la realidad a través de una información veraz, una opinión plural y una pedagogía que ayuda a comprenderla”, todo lo cual favorece una “comunicación constructiva” basada en la ética periodística, la cual se basa en la verificación de las noticias, lo cual lleva tiempo, esfuerzo y recursos para lograr una información contrastada y de calidad.
Dicho esto, en los últimos años asistimos a cómo ha ido impactando (y modificando) en el ámbito de la información la irrupción de las nuevas tecnologías y de cómo éstas (Internet, los algoritmos y las redes sociales) han modificado nuestra vida, nuestras formas de relacionarnos y, también, de informarnos. Además, las nuevas tecnologías tienen consecuencias tan relevantes como obvias tanto en el ámbito político, como en el funcionamiento de la democracia. Si inicialmente las redes sociales tuvieron un inicio positivo al propiciar fenómenos tales como la Primavera Árabe o el Movimiento de los Indignados, al ofrecer canales alternativos que difundieron una información tan crítica como necesaria, su evolución posterior empezó a dar síntomas alarmantes y menos democráticos: se almacenaron datos personales y las plataformas se introdujeron en nuestra identidad y en nuestros secretos, pareciendo así que se hacía realidad la distopía del Gran Hermano orwelliano.
Max Fisher, en su libro Las redes del caos, analiza en profundidad el funcionamiento de las redes sociales y nos advierte de que nos hallamos ante unos mecanismos que crean adicción, y unos algoritmos que priman determinados objetivos hasta el punto de que los miedos, los rumores conspiranoicos o los bulos tóxicos son premiados por el sistema.
Todo ello hace que las redes influyan en el comportamiento político pues, como señala José María Lasalle, en los espacios virtuales los seres humanos “son programados a través de una embriagadez digital o euforia electrónica” que altera el juicio libre y crítico de la ciudadanía. Y ello se debe a que determinados algoritmos inciden en nuestras inclinaciones ideológicas ya que, como advierte Lasalle, en vez de promover la razonable reflexión, tienden a explotar “los impulsos enfervorecidos de los usuarios”. Estos algoritmos favorecen, también, la virulencia de los discursos políticos al estimular, en muchas ocasiones, posiciones y temas ultraconservadores, cuando no abiertamente fascistas, como son la xenofobia, el racismo, el machismo, los bulos conspiranoicos o la difusión de miedos infundados. A todo ello se suman, por si fuera poco, el empleo descarado de noticias falsas, las “fakenews”, lo cual llegar a producir en la ciudadanía una “infoxicación”, un término nuevo que alude a la imposibilidad de procesar a través de la razón el flujo continuo de todo lo que recibimos por las redes sociales.
También, y consecuencia de lo anterior, estos algoritmos fomentan el odio, dado que las arengas ultras se difunden con mucha facilidad y rapidez con total impunidad por las redes. De este modo, se rechazan las argumentaciones razonadas y los mensajes de odio se imponen en el debate político ya que el objetivo no es dialogar sino destruir al adversario, todo ello favorecido además en muchas ocasiones por el empleo del anonimato, convertido éste, como señala Fernando Vallespín, en un eficaz instrumento para “lanzar noticias falsas, programar boicots, desinformar y manipular emociones”.
De este modo, las nuevas tecnologías son hábilmente utilizadas por la extrema derecha, no sólo para viralizar sus mensajes y arengas, sino también, como advierte Steven Forti, para “aumentar la desconfianza hacia las instituciones y la democracia”. Y es cierto, pues como recordaba María Jesús Luna Serreta, antes citada, “la desinformación y la movilización de emociones como el miedo o la angustia, son obstáculos para la democracia”. Enlazando con esta idea, hay que recordar que, tras las elecciones presidenciales de 2020 en los Estados unidos que ganó Joe Biden, los algoritmos de las plataformas digitales afines a Donald Trump, no reflejaron la realidad de la victoria del Partido Demócrata, sino que crearon una realidad propia afín a sus intereses y ello propició el falso bulo del fraude electoral que desencadenó el asalto al Capitolio por parte de los enfervorecidos trumpistas, lo cual supuso un ataque sin precedentes a la democracia norteamericana.
En consecuencia, a fecha de hoy, ha quedado demostrado, como señala Joaquín Bosch, que las redes sociales y sus algoritmos están siendo muy influentes a la hora de condicionar el debate público, las iniciativas políticas y la actividad de los medios de comunicación. Y, además, las discutibles transformaciones que dichas redes han generado y la acción de esos algoritmos perversos, están afectando al propio sistema democrático y ello resulta especialmente preocupante.