Hoy uno de los problemas más graves en nuestras sociedades es la desigualdad con muchas secuelas negativas. Y con la pandemia todavía se ha intensificado más, nada más hay que observar las enormes ganancias de Amazon y las multinacionales tecnológicas. Igualmente es una obviedad, como mostraré más adelante, que los más ricos logran manejar el debate público, fijando los estándares de qué es razonable y qué es inaceptable, de acuerdo con la teoría política de la Ventana de Overton. El dinero puede comprar muchas cosas: medios, academia y hasta gobiernos.
Jeffrey Winters ha estudiado en el libro Oligarquía (2011) la historia de los más ricos, desde las oligarquías de la Antigua Grecia hasta los multimillonarios que hoy lideran el ranking de Forbes. Examina las estrategias de las grandes fortunas para defender sus bienes y los problemas que su éxito está causando al mundo moderno. Han pasado ya nueve años de su publicación, pero es plenamente vigente.
En 2018, 62 personas tienen la misma riqueza que la mitad de los habitantes del planeta (unos 3.600 millones). En los Estados Unidos, los 20 más ricos tienen una fortuna equivalente a lo que poseen la mitad de los norteamericanos (unos 160 millones). Algo sin parangón en la historia de la humanidad. Un senador del imperio romano en la cima de la escala social, era 10 mil veces más rico que una persona promedio. En Estados Unidos los 500 más ricos tienen cada uno 16 mil veces más que un americano promedio. Ni siquiera en las épocas con esclavos, la riqueza estaba tan concentrada como hoy.
En las últimas décadas, el debate público se ha desinteresado del aumento de la concentración de la riqueza, según el pensamiento económico dominante, para el que lo importante es el crecimiento económico. Robert Lucas, profesor de la universidad de Chicago y Premio Nobel de Economía 1995, es un buen ejemplo: «Entre las tendencias dañinas para una economía bien fundada, la más seductora y la más venenosa, es la de poner el foco en la distribución», escribió en 2003. Winters sostiene, sin embargo, que al olvidarse de la concentración, lo que se ha hecho es ignorar el poder político que esta genera. Advierte que a medida que la concentración crece, ese poder se hace más indomable, y que la voracidad del 1% más rico es consecuencia de la aparición de un poderoso actor: la industria de la defensa de la riqueza. Es «un ejército de profesionales muy preparados y bien remunerados, que piensan no solo en cómo hacer más ricos a sus empleadores, sino en cómo imponer políticamente las ideas que los benefician».
Esta industria surgió en Europa y América como consecuencia de las alzas tributarias con que los países buscaron financiar los gastos de las dos guerras mundiales y el Estado de bienestar. Desde entones su misión es asesorar a los más ricos para neutralizar la amenaza redistributiva del Estado, por dos vías: desde centros de pensamiento y una extensa red de instituciones conservadoras que imponen: la redistribución es económicamente dañina y éticamente injusta»; y desde bufetes tributarios en los que abogados y economistas diseñan complejas redes legales para que los más ricos oculten sus ingresos y bienes a los Estados.
Pongamos crueles ejemplos de esta subordinación a los grandes poderes económicos de los gobiernos en determinados países, que alardean de democracias plenas y que tratan de exportarlas a otros países.
George W. Bush liberó los aportes electorales privados de las corporaciones y lobistas a los Comités de Acción Política (CAP), en base a la decisión del Tribunal Supremo, que por un estrecho margen de cinco votos contra cuatro adoptó la sentencia Citizens United, con lo que quedó en evidencia que en los Estados Unidos lo que realmente existe es más una plutocracia que una democracia. El T.S. falló que, como el dinero no se entregaba en persona al candidato, el desembolso no daba lugar a la corrupción ni lo aparentaba. Este alegato es falso. Una de las razones de que tantos estadounidenses piensan hoy que el sistema político está amañado es su creencia, de lo que mueve el dinero. Corrupción pura y dura. Los cinco jueces que apoyaron la sentencia lo hicieron en función de los intereses del Partido Republicano. Aquí hay otro problema: la subordinación del poder judicial al ejecutivo, que supone un ataque frontal a la democracia, cuya esencia es la división de poderes. La experiencia de la democracia ha demostrado la importancia de los sistemas de pesos y contrapesos. Según el Center for Responsive Politics (CRP), el proceso electoral para elegir al presidente, vicepresidente, representantes y senadores alcanzaría los 10.838 millones de dólares, un 50% más que hace cuatro años. La billetera cuenta más que los votos.
Antoni Domenech señaló que las grandes multinacionales se permiten también amenazar a sus gobiernos con migrar a países más “libres”, si no rebajan la presión fiscal o les ofrecen todo tipo de condiciones favorables –verbigracia: subvenciones públicas—para sus inversiones: así lo hizo a finales de los 90 el presidente de Mercedes Benz, que advirtió expresamente a Schröder que trasladaría toda su producción a los Estados Unidos, de concierto con el gigante automovilístico Chrysler, para conseguir del canciller la destitución fulminante de su ministro de Hacienda, Oskar Lafontaine (quien narra el episodio en sus ácidas e instructivas memorias).
Tampoco es una novedad la tesis que acabo de exponer. Ya describió esta realidad desde el ámbito de la literatura Giovanni Papini en su obra Gog de 1931. Hay un capítulo titulado “La compra de la República”. Su lectura me ha remitido a la Grecia de la crisis de la deuda, a la reforma del artículo 135 de nuestra Constitución, o a la plutocracia de los Estados Unidos.
“Este mes he comprado una República. Capricho costoso. Era un deseo que tenía hace mucho tiempo. Me imaginaba que el ser dueño de un país daba más gusto. La ocasión era buena y el asunto quedó arreglado en pocos días. El presidente tenía el agua hasta el cuello: su ministerio, compuesto de clientes suyos, era un peligro. Las cajas de la República vacías; crear nuevos impuestos hubiera supuesto tal vez una revolución. El ministro de Hacienda corrió a Nueva York: en cuatro días nos pusimos de acuerdo. Anticipé algunos millones de dólares a la República, y además asigné al presidente, a todos los ministros unos emolumentos dobles de los que recibían del Estado. Me han dado en garantía -sin que el pueblo lo sepa- las aduanas y los monopolios. Además, el presidente y los ministros han firmado un covenant secreto que me concede el control sobre la vida de la República. Aunque yo parezca, cuando voy allí, un simple huésped de paso, soy, en realidad, el dueño casi absoluto del país”.
Las sociedades democráticas tratan de establecer regulaciones que actúen como cortafuegos entre la política y la riqueza. Sin embargo, como señala en una entrevista reciente en CIPER Centro de Investigación Periodística de Chile, la economista y filósofa belga Ingrid Robeyns, esos cortafuegos no han funcionado porque las grandes fortunas son un poder demasiado grande para las democracias. Sostiene que la extrema riqueza no genera problemas, sino que es el problema. Como acabo de mostrar los más ricos usan su dinero para que la democracia funcione de acuerdo a sus intereses y les dé más dinero: usan el lobby y los contactos para pagar pocos impuestos, financian los partidos políticos y consiguen leyes en defensa de sus intereses. Circunstancia que no está al alcance del ciudadano normal, lo cual supone una perversión de la democracia. Para hacer frente a este problema de la acumulación excesiva de la riqueza, con la subsiguiente desigualdad, que condiciona la democracia, Robeyns defiende el “limitarianismo”, que es un esfuerzo por pensar cómo repartir los recursos de una manera ética y justa, para proteger la igualdad en política y enfrentar los desafíos del cambio climático y la pobreza. No entiende la riqueza como algo negativo; pero sí su acumulación excesiva, es decir la codicia. No es la primera que va contra la acumulación ilimitada. Pero es una de las que más ha avanzado en desarrollar estas ideas hoy. El límite debe definirlo cada sociedad a través de sus procesos políticos. Mas, su pregunta clave es: ¿qué necesitamos para una vida plena en términos de acceso a salud, educación, transporte, alimentación? En Holanda evaluó la idea de establecer un límite a la riqueza y un 96,5% aceptó tal idea. La cantidad vinculada con un determinado estándar de vida fue entre 2 y 3 millones de euros para las familias. Sobrepasado ese nivel, el dinero no contribuye a la prosperidad ni a la calidad de vida.
La desorbitada desigualdad podría empezar a corregirse a nivel de salarios. La economía ha justificado las diferencias salariales en razón de la productividad. No es así. En las grandes empresas los salarios altos no son definidos por la productividad, sino por los directorios. En la crisis financiera de 2008 vimos que bancos hicieron un trabajo pésimo, y sin embargo algunos de sus ejecutivos siguieron percibiendo grandes emolumentos. Una ley en Holanda limita los ingresos de los directivos de las instituciones públicas. Un rector de una universidad no puede ganar más que el salario del Primer Ministro. Es un ejemplo de política limitarianista, aunque solo se aplica al sector público. En 2008 también en Holanda, a propósito de la crisis financiera, tras recibir un salvataje gubernamental, el dueño de un banco quería aumentar el monto de compensación para pagar a uno de sus directivos. Esto generó gran oposición, por lo que el banco retiró la propuesta. Este ejemplo expresa otro problema: en general los ricos y las elites viven en un mundo aparte, en su burbuja. Lo expresó ya Christopher Lasch, en 1996, en su libro La rebelión de las élites y la traición a la democracia: un fantasma recorre el mundo, y no es el comunismo ni la rebelión de las masas. Es la secesión de las élites y, dentro de ellas, muy especialmente, la de los ricos.
Dentro del neoliberalismo parece una herejía pensar que algunos tengan demasiado y una prueba de envidia. El limitarianismo cuestiona esa mirada y considera que tener demasiado es problemático por diferentes razones, entre ellas, la de un peligro para la democracia. Son necesarias alternativas. El limitarianismo de Robeyns es una de ellas. U otras, como la de la Economía del bienestar (EB) que pone el centro en las personas y los valores públicos, y no en la libertad económica. Hoy la EB está presente en Nueva Zelanda, Escocia, Costa Rica, Islandia y hay gente investigándola y dirigentes políticos que la apoyan. En Nueva Zelanda se identificó el bienestar de los individuos como una meta central de sus políticas y diseñó su presupuesto económico en función de nuevos indicadores. En la EB se pone en el centro la equidad, el desarrollo ecológico sustentable, la justicia económica. En ese contexto, medidas limitarianistas de la riqueza son justificables, porque no se trata de la libertad económica individual sino de la calidad de vida y otros valores. Entonces la discusión de fondo es sobre el objetivo de la economía. En un modelo neoliberal las personas sirven a la economía. En el modelo del limitarianismo o la EB, es la economía la que está al servicio de las personas. Estos planteamientos han llegado a los Estados Unidos, donde el grupo de “millonarios patrióticos” y su líder, la heredera de Disney, plantea que deben pagar más impuestos y que hay que establecer límites a esta pandemia de la desigualdad. ¿Dónde están en España estos millonarios patrióticos?
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