José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 12 octubre 2024)
El pasado día 1 de octubre asistí al pre-estreno de la excelente película “La infiltrada” en la que se afronta con valentía el tema de la lucha antiterrorista contra ETA. En el coloquio posterior, Arantxa Etxevarría, su directora, nos recordaba la importancia de que los jóvenes menores de 19 años, que en su mayoría ignoraban lo que supuso la sangrienta existencia de ETA y el daño, sufrimiento y muerte causado por la banda terrorista, tuvieran conocimiento, desde una perspectiva de la memoria democrática, de lo que ello supuso en la historia reciente de España.
En esta línea, lo mismo podemos decir a la hora de afrontar un tema tan triste y doloroso cual es la Guerra de España de 1936-1939. En este caso, como señalaba Jordi Font Agulló, quien fuera director del Memorial Democràtic de la Generalitat de Catalunya, para que la memoria democrática tenga “peremnidad en el tiempo y sentido social”, hay que trabajarla desde la perspectiva de qué pasará cuando desaparezca la generación que la vivió y sus testimonios (algo que en muchas ocasiones ya ha sucedido) y también, de sus descendientes (hijos y nietos), los cuales, a lo largo de los años, han actuado como “peregrinos fieles de la memoria”. Por esta razón, tan evidente como biológicamente inevitable, existe el riesgo de que, a medida que aumente el alejamiento temporal a estos hechos históricos de nuestro dramático pasado, resulta imprescindible interpelar a nuevos públicos, a las jóvenes generaciones, para evitar que la memoria caiga en el olvido al no sentirse implicados (ni interesados) directamente en un pasado que, con avatares distintos, también vivieron y sufrieron sus familias. Y es que, si la historia hace referencia al pasado, la memoria interpela a ese pasado, siempre en clave de presente, como recordaba David González Vázquez, miembro del Observatorio Europeo de Memorias.
Así las cosas, supone todo un reto de futuro intentar que la memoria democrática ocupe el espacio y el interés que merece en nuestra sociedad, y ello pese a los denodados intentos de quienes, desde planteamientos reaccionarios, cuando no abiertamente fascistas, pretenden enterrarla. Y es que, frente a esos embates involucionistas a los que estamos asistiendo con la derogación de las leyes de memoria democrática en diversas comunidades autónomas, también en Aragón, la defensa de la memoria, que es parte de nuestra historia colectiva, debe servir, en palabras del citado Jordi Font, como “herramienta de amarre de los valores democráticos y de los derechos humanos”. Por ello, resulta fundamental que la memoria democrática forme parte del currículum en los distintos niveles del sistema educativo reglado, con un enfoque crítico, reflexivo y veraz, tema éste que debe ser impulsado por las medidas legislativas correspondientes y así abordar este tema en profundidad de cara a la formación integral de las jóvenes generaciones. Este deber cívico debe ser asumido con firmeza y convicción por las instituciones públicas y, junto a la labor esencial que corresponde a su inclusión en la educación reglada, puede igualmente impulsarse, también, desde otro tipo de actividades tales como las llevadas a cabo por los museos públicos como exposiciones permanentes bien dotadas científica, técnica y pedagógicamente, así como programaciones temporales dinámicas que generen actividades paralelas de orden cultural y conmemorativo que atraigan a públicos diversos que sean actores y no simples espectadores.
Frente a estas propuestas en positivo, soy contrario a la actual moda de los “recreacionismos históricos” de hechos trágicos de nuestra historia reciente cual es el caso de la fratricida Guerra de España de 1936-1939. En este sentido, suscribo la opinión de C. Ugolini cuando criticaba “la banalización kistch, muy presente en la mayoría del recreacionismo histórico” dado que ello es “éticamente reprobable y, en no pocas ocasiones, vinculado a aproximaciones masculinizadas y militaristas”.
Consecuentemente con todo lo dicho, frente a la “herencia monstruosa” de violencia y guerras que supuso el s. XX, resulta necesario tomar medidas socialmente responsables y es entonces cuando el valor de la memoria democrática y su enfoque valiente se convierte en un auténtico reto para nuestra sociedad. De ahí la importancia de la transmisión intergeneracional mediante políticas de memoria y culturales que tengan como paradigma global la defensa de los derechos humanos, el reconocimiento de las voces silenciadas y el refuerzo de los valores éticos de la ciudadanía. Y es que, como nos recordaba José Saramago, “Hay que recuperar, mantener y transmitir la memoria histórica, porque se empieza por el olvido y se termina en la indiferencia”.