En 1943, Gerald Brenan en El laberinto español: «Si hay una actitud española es ésta de creer que la solución a todos los problemas pasa siempre por excluir a alguien o librarse de alguien».
El historiador y exiliado español, Américo Castro, tras la guerra civil, decía a los jóvenes: si queréis entender los conflictos en este país hay que remontarse muy atrás. Este país se conformó, expulsando primero a los judíos y luego a los moriscos. Somos los herederos de una exclusión. Nos engañamos cuando hablamos de una España de las «tres culturas» como si tuviéramos algo que ver con ellas. El árabe fue, durante siglos, la lengua oficial de España. Una lengua tan española como lo fue el hebreo, y así hubiera seguido de no haber sido expulsados los pueblos que las hablaban.
La Iglesia católica en connivencia con la monarquía, ha sido una de las instituciones que más ha contribuido como factor de exclusión. Así ha calado en amplios sectores de la sociedad española: nuestra esencia es la catolicidad, como expresaron Manuel García Morente y Marcelino Menéndez Pelayo. Naturalmente. Otras opciones religiosas, como la musulmana, judía o protestante fueron arrancadas de cuajo.
Por ello, el 8 de octubre de 1931, en las Cortes de la II República en el debate sobre la «cuestión religiosa», Fernando de los Ríos, como ministro de Justicia: «Y ahora perdonadme, Señores Diputados, que me dirija a los católicos de la cámara. Llegamos a esta hora, profunda para la historia española, nosotros los heterodoxos españoles, con el alma lacerada y llena de desgarrones y de cicatrices profundas, porque viene así desde las honduras del siglo XVI; somos los hijos de los erasmistas, los hijos espirituales de aquellos cuya conciencia disidente individual fue estrangulada durante siglos. Venimos aquí pues -no os extrañéis- con una flecha clavada en el fondo del alma, y esa flecha es el rencor que ha suscitado la Iglesia por haber vivido durante siglos confundida con la Monarquía y haciéndonos constantemente objeto de las más hondas vejaciones: no ha respetado ni nuestras personas ni nuestro honor; nada, absolutamente nada ha respetado; incluso en la hora suprema de dolor, en el momento de la muerte, nos ha separado de nuestros padres».
Luego en el siglo XIX también fueron excluidos en ese afán de construir una España buena, razonable, sana, eterna, por supuesto católica, monárquica y centralista los afrancesados y los liberales.
La España absolutista de Fernando VII necesitaba excluir a una nueva leva de judíos y moriscos, los liberales. Había que purificar otra vez a España. Ignacio Martínez de Vilella, clérigo, juez, hombre clave del aparato represivo de Fernando VII, tras la brutal represión contra los liberales del Trienio, responde sin vacilar: «Más vale vivir en España con un millón de personas como es debido que con diez millones de revolucionarios».
Santiago Alba Rico señala en su libro España, en 1814, el periódico Atalaya, celebrando el decreto absolutista del malhadado Fernando VII por el que se abolía la Constitución de Cádiz: «Tres o cuatro mil enemigos de nuestra majestad, mandados unos a la hoguera y los otros a una isla incomunicable… Traed a la memoria cuantos millares fue menester herir para arrojar de España a los moriscos y los judíos, mucho menos perjudiciales que nuestros jacobinos, y con todo su expulsión se ejecutó y desde entonces comenzamos a vivir felices y sin susto». Siempre los partidarios de esta España de unidad de destino en lo universal han encontrado enemigos, que hay que eliminar.
A finales del XIX y principios del XX, reducida España a sí misma, el peligro procedía de los regionalistas o nacionalistas. Por ello, en octubre de 1905 el periódico del Ejército, La correspondencia militar, exigía que se expulsara de España a los nacionalistas catalanes y vascos: «Que vaguen por el mundo sin patria, como la raza maldita de los judíos». «Sea ese un castigo eterno».
Otras veces el enemigo son los trabajadores. El general Sanjurjo, director entonces de la Guardia Civil en 1931 comparó a los jornaleros agrícolas que protestaban en Extremadura con los cabileños del Rif, es decir que no eran españoles: «En un rincón de la provincia de Badajoz hay un foco rifeño».
Luciano de Calzada, diputado de la CEDA, enumeraba en El Debate, en abril de 1934, a todos aquellos que no tenían derecho a llamarse españoles: judíos, heresiarcas, protestantes, comuneros, moriscos, enciclopedistas, afrancesados, masones, krausistas, liberales, marxistas.
Ese proyecto del diputado de la CEDA, lamentablemente fue llevado a cabo tras el final de la guerra civil por Franco, que excluyó a media España: republicanos, socialistas, comunistas, anarquistas, etc. Cualquier medio era lícito para purificar España con el apoyo de nuevo de la Iglesia católica, por lo que fue ampliamente recompensada por la dictadura.
En el siglo XXI, más de lo mismo. Hay que seguir excluyendo. Lo estamos constatando en el Congreso de los Diputados. Los partidos nacionalistas, independentistas y republicanos con sus correspondientes votantes sobran. En un reciente debate electoral oímos: «Lárguese de aquí, valiente». Porque, ¿quién se tendrá que largar después? Todo diferente en el pensar es suprimible en esta España nuestra. ¿Esta es la España que queremos? ¿Así queremos construir una nación española ilusionante?
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