Que la Unión Europea está pasando por una gravísima crisis política, social, económica, cultural y de valores éticos es una obviedad. Debemos mirar hacia atrás para darnos cuenta de cuáles fueron las razones de ese proyecto europeo, que surgió con tanto empuje y que poco a poco se va deshilachando. Resulta imprescindible repensar el proyecto político de la Unión Europea.
Puede sernos muy provechoso el discurso “Alemania en y con Europa” de Helmut Schmidt, excanciller alemán, ante el Congreso Federal Ordinario del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) el 4 de diciembre de 2011 en Berlín, del que extraigo las siguientes ideas: “No fue el idealismo de Víctor Hugo, el que apeló a la unión de Europa en 1849, ni ningún otro idealismo, los que estuvieron detrás de los inicios de la integración europea de 1950-52, limitada en aquel entonces a la Europa Occidental. En aquel entonces, los jefes de Estado de Europa y Estados Unidos (como George Marshall, Eisenhower o también Kennedy, pero sobre todo Churchill, Jean Monnet, Adenauer y de Gaulle o también de Gasperi y Henri Spaak) no actuaron movidos, en absoluto, por un idealismo europeo, sino desde el conocimiento de la historia europea hasta la fecha. Actuaron desde una visión realista por la necesidad de evitar que se prolongara la lucha entre la periferia y el centro alemán. Aquellos que no hayan comprendido este motivo inicial de la integración de Europa, que aún hoy sigue siendo un elemento fundamental, carecen de una condición previa imprescindible para poder resolver la actual crisis europea, marcada por una gran precariedad. En definitiva la motivación fundamental de la integración europea fue erradicar la guerra que ha sido una constante en la historia europea. George Steiner, en un librito precioso titulado La idea de Europa, producto de una extraordinaria conferencia en el Nexus Institute en Amsterdam en 2004 nos recuerda que, entre 1914 y 1945, de Madrid al Volga y del ártico a Sicilia, unos cien millones de seres humanos -niños, ancianos, mujeres- perecieron por obra de la guerra, las hambrunas, la deportación, las limpiezas étnicas y las «bestialidades indescriptibles de Auschwitz o el Gulag». Robert Menasse en su libro Der Europäische Landbote nos dice: “Si en un mapa de Europa marcásemos en negro todas las fronteras políticas que ha habido en la historia, saldría un red negra tan tupida, que sería prácticamente una Europa pintada de negro. Sobre esa red negra, ¿qué línea negra podríamos considerar a golpe de vista como una frontera natural? Si sobre ese mismo mapa trazáramos una línea roja allí donde ha habido en Europa contendientes en guerra, lugares que han sido campos de batallas y frentes, la red de las fronteras desparecería cubierta por el color rojo”.
Las guerras son crueles, aunque han sido constantes e inevitables en la historia de la humanidad. Mas, una de las secuelas de la Segunda Guerra Mundial, que supera todos los límites de la crueldad humana, son los campos de exterminio en la Alemania nazi. Como señala Manuel Reyes Mate en su conferencia Memoria histórica y ética de las víctimas impartida en las XI Jornadas de Pensamiento Crítico en diciembre de 2015 en Madrid,cuando los deportados supervivientes fueron liberados, en torno a enero-febrero de 1945, en esa liberación ocurre un fenómeno curioso: sin ponerse previamente de acuerdo los supervivientes, se les oye decir en los distintos campos: “¡nunca más!”. Es lo primero que dicen. No dicen venganza, odio, comida, sexo, no. Sino que añaden: “y para que esto no se repita, ¡memoria!”. Pero, ¿por qué los supervivientes daban más importancia a la memoria que a todo esto? Es un misterio. Esa es la pregunta y yo no he encontrado más que esta respuesta. Ellos habían vivido una experiencia extrema, aquella fábrica de muerte era la forma más extrema de violencia y, además, una forma de violencia que no había sido imaginada por nadie; por eso es tan singular. Era una violencia impensable, inimaginable, pero que tuvo lugar. Ocurrió que lo que el ser humano no es capaz de pensar ni de imaginar y, cuando esto sucede, entonces es cuando aparece el deber de memoria. El deber de memoria quiere decir que, cuando acontece lo impensable, lo que ha sucedido ha de ser el punto de partida del pensamiento, lo que debe dar que pensar.
Uno de esos liberados fue Jorge Semprún que visitaba regularmente Buchenwald, el campo en el que estuvo preso. El último año que lo hizo en 2010, ya enfermo, expresó que tenía mucho interés en leer una especie de testamento espiritual dirigido a los jóvenes en el que les decía: “No olvidéis que Europa nace tras la experiencia de los campos de exterminio”. Es un lugar idóneo para hablar de Europa. Porque Buchenwald fue un campo nazi hasta abril de 1945. Sin embargo, el campo volvió a abrirse en septiembre con el nombre de Speziallager n° 2, campo especial número 2 de la policía soviética en la zona de ocupación rusa. En 1950, tras la creación de la RDA, el campo se cerró y se transformó en lugar para el recuerdo. Es, por tanto, un lugar ideal, único, para reflexionar sobre Europa, para meditar sobre su origen y sus valores. Para recordar a los jóvenes del mundo entero, que las raíces de Europa pueden encontrarse en ese lugar, en las huellas materiales del nazismo y el estalinismo, contra las cuales, precisamente, se inició la aventura de la construcción europea.
Es verdad. Los fundadores de Europa tuvieron muy claro que, para superar precisamente esa experiencia, nos dice Reyes Mate, había que construir una Europa que supusiera tres cosas: la superación de los nacionalismos, dar valor a los sufrimientos causados o recibidos y asumir responsabilidades. Esos eran los tres pilares sobre los que los padres espirituales de la Unión Europea pensaron Europa. Y Europa, en la medida en que ha tenido memoria de sus orígenes, ha dado un paso adelante; y en la medida en que da la espalda a esta inspiración, da un paso atrás. La gestión de la última crisis económica, la Gran Recesión en Europa con este retorno a los nacionalismos, sobre todo en una Alemania insolidaria hacia los países de Europa del Sur con su programa de austeridad, explica muy bien el retroceso del proyecto europeo. Como también la crisis de los refugiados es una muestra palpable de que los actuales dirigentes de la Unión Europea se olvidaron de esos tres pilares comentados. Retornan los nacionalismos excluyentes a la hora de aceptar a los refugiados. No damos ningún valor a sus sufrimientos y, por supuesto, no nos sentimos responsables. Según Franco Berardi, el sistemático rechazo de los inmigrantes en las fronteras de Europa no es solo una muestra de brutalidad, sino el síntoma de una transformación de la Unión Europea, devenida en una fortaleza racista. Crece una ola de nacionalismo y de odio en la población europea. El archipiélago de la infamia se expande en torno al mar Mediterráneo: los europeos construyen campos de concentración en sus territorios y pagan a sus «gauleiters» (los jefes de zona del partido nazi) en Turquía, Libia y Egipto para que hagan el trabajo sucio en las orillas del Mediterráneo donde el agua salada ha reemplazado al gas ZyklonB de los hornos.
Una atención adecuada por parte de las instituciones de la UE a los refugiados no sólo es exigible por razones humanitarias, sino también porque así lo establece la legislación, tanto internacional como nacional. Además por el peso de la historia, ya que el asilo político, es un derecho sedimentado en las culturas que llegan a considerar la protección del refugiado como perteneciente a lo sagrado. Para los romanos, asilo era un dios. Al refugiado político se le debe garantizar el ejercicio de sus libertades democráticas para acceder a los derechos fundamentales.
Frente a la desvergüenza de los dirigentes de la UE, sobresale el siguiente comunicado de Cárdenas, de 23 de junio de 1940 a su embajador en Francia, Luis I. Rodríguez: «Con carácter urgente manifieste usted al Gobierno francés que México está dispuesto a recoger a todos los refugiados españoles de ambos sexos residentes en Francia. Luis I. Rodríguez pese al cruento escenario tras la intervención nazi, cumplió su misión urgente en aquella Francia humillada y de gobiernos divididos, para lograr la salida de miles de refugiados españoles. Los españoles no deberíamos olvidar esta circunstancia.
Termino con las palabras de Tzvetan Todorov del discurso en la toma de posesión del Premio Príncipe de Asturias de 2008. Los habitantes de un país siempre tratarán a sus allegados con más atención que a los desconocidos. Sin embargo, estos no dejan de ser hombres y mujeres como los demás. Esto nos atañe a todos, porque el extranjero no sólo es el otro, nosotros mismos lo fuimos o lo seremos, ayer o mañana, al albur de un destino incierto: cada uno de nosotros es un extranjero en potencia. Por cómo percibimos y acogemos a los otros, a los diferentes, se puede medir nuestro grado de barbarie o de civilización. Ser civilizado significa ser capaz de reconocer plenamente la humanidad de los otros; saber ponerse en su lugar. Quizá, aunque de una manera atenuada, podamos comprender a un refugiado y ponernos en su lagar, sirviéndonos del testimonio de uno de ellos un día después de los ataques en París: “Imagine una ciudad como París en la que el estado de tensión hoy aquí sea una característica permanente de la vida cotidiana durante meses, si es que no durante años”.
Nueva Tribuna y Público 11 de diciembre de 2016