Se ha extendido mayoritariamente en España la idea: toda revisión crítica a nuestra Transición es un ataque a nuestra democracia. Lo políticamente correcto es mantener el relato de que fue modélica, por lo que dábamos lecciones a países inmersos en procesos políticos similares. Este relato canónico y encomiástico se construyó en los 80 y 90. Su autoría es múltiple y convergente, de ahí su potencia, permanencia e inmutabilidad. Fueron periodistas, políticos y académicos, que se complementaron y retroalimentaron. Se expresó en reportajes y exposiciones, conmemoraciones públicas, congresos universitarios y publicaciones. Es el relato procedente de una parte de la generación que protagonizó la Transición. Algunos confundieron la presunta bondad del proceso con su trayectoria social y profesional ascendente que experimentaron entonces, y consideraron las críticas como un cuestionamiento de sus trayectorias vitales. Otros, menos entusiastas con sus resultados, subrayaron que las coacciones de los poderes fácticos –sin duda tremendas– no daban para más. Al insistir que se hizo lo único que podía hacerse, se trasladaba la idea, de que se hizo lo mejor que se podía hacer. En la Transición hubo unos poderes fácticos que la condicionaron en el ámbito mediático y político.
El Decreto-Ley de 1 de abril de 1977, sobre Libertad de Expresión y en su art. 3º. B establecía que la Administración podía decretar el secuestro administrativo cuando un impreso gráfico o sonoro contuviese noticias, comentarios o informaciones que fuesen contrarios a la unidad de España, constituyesen demérito o menoscabo de la Monarquía o que de cualquier forma atentase al prestigio institucional de las Fuerzas Armadas. Con ello se trataba de acotar el campo informativo eliminando o restringiendo la información y un posible debate intelectual sobre el dilema república-monarquía, sobre el origen de ésta, su legitimidad y solvencia. Ni discutir otra forma de organizar el Estado y ser muy prudente a la hora de realizar cualquier comentario que supusiera desdoro o crítica para el Ejército. Y ello en un período –a inicios del año 1977– en el que ni mucho menos podía considerarse clarificado el panorama político e institucional; en realidad era una incógnita.
La visión de Hipólito Gómez de las Roces
Y la influencia de esos poderes fácticos dejaron también su impronta en nuestra Constitución. Las cuestiones citadas: Monarquía, la unidad de la nación española y la situación privilegiada de las Fuerzas Armadas fueron incuestionables. Al respecto resultan muy significativas las palabras de Hipólito Gómez de las Roces, diputado constituyente, que recoge Gregorio Peces-Barba en su libro La Constitución española de 1978. Estudio de Derecho y Política:
Afirmo, por tanto, que esto, más que un debate general, es un consuelo de afligidos, una especie de plaza de gracia que recibimos los que no fuimos ni siquiera invitados a más altos y sobre todo más eficaces manteles … Nosotros no deseamos otra cosa que decir con sosiego, pero con la firmeza debida, que parte de esta Constitución (no sé porque digo parte) no se elaboró entre estas paredes; que naturalmente ello es un procedimiento reprobable, porque burló el obligado conducto parlamentario y la publicidad que pide el pueblo.
Por ende, la Constitución de 1978 fue el fruto de una deliberación política o cuando no simple negociación entre desiguales fuerzas y valores en un momento histórico determinado y en un marco democrático formal. De aquí que el resultado de tales negociaciones y coerciones, más o menos invisibles, fue necesariamente parcial o escorado, aunque, eso sí, suficientemente válido y legítimo como para fundar un régimen democrático, sancionado, además, y esto es decisivo, en un referéndum. Por otra parte, cada constitución nace con vocación de su propia reforma para mejorar lo tratado de modo insuficiente, incluir lo no previsto y eliminar algunas de sus desviaciones más o menos involuntarias. Así ha sido históricamente y, de hecho, todos los países con amplia tradición democrática –no es el caso español– han reformado o han cambiado sus constituciones. Y las mismas constituciones regulan, por lo general, también la nuestra, los términos de su propia reforma. No tiene sentido, pues, presentar la Constitución como una Biblia intocable, como sucede con mucha frecuencia. Sin que este aserto convalide la posición contraria que aboga demasiado a la ligera por tal cambio o reforma. Una constitución es una concreción histórico-social y, como tal, no es perfecta y además modificable según los inevitables e imprevisibles cambios políticos, sociales, económicos y culturales.
Defender lo obvio
Por ello, es tan democrático preconizar una reforma o cambio constitucional que lo contrario. Cansa tener que afirmar esto. Y quien no lo entienda ignora el significado de una democracia. ¡Qué tiempos son estos en los que tenemos que defender lo obvio! No cansa menos el argumento de «no es el momento» al estar inmersos en una pandemia brutal. ¿Acaso los partidarios de una reforma constitucional no estamos preocupados por ella? ¿Y cuándo es el momento?
Por lo expuesto, hoy una reforma constitucional está más que justificada. Tiene ya 42 años. Quienes pudimos votarla tenemos 60 años o más. De no llevar algún cambio pronto habrá sido votada exclusivamente por ya desaparecidos. La sociedad española del 2021 no es la misma que la de 1978.
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