Estas líneas están motivadas por el breve relato, pero de profundo calado y pleno de dramatismo, «La bandera quemada» del socialista Arsenio Jimeno de su libro «Zaragoza en la tormenta. Memoria de un superviviente».Para entender tal relato haré una reseña biográfica del autor, un comentario del libro y una contextualización histórica del triunfo del golpe militar de julio de 1936 y sus dramáticas consecuencias en Zaragoza.
Arsenio Jimeno nace en Fuentes de Jiloca (Zaragoza), 7 de octubre de 1909 – Zaragoza, 1991). De familia de artesanos y campesinos, realizó en Zaragoza y Tarrasa estudios de técnico industrial. A los dieciocho años, en plena Dictadura de Primo de Rivera, ingresa en el P.S.O.E. y U.G.T. y es elegido años más tarde vocal del Comité Nacional del P.S.O.E. En estos primeros años de la República es presidente de la Federación provincial zaragozana de las Juventudes Socialistas. Candidato a diputado por la circunscripción de Huesca en noviembre de este año.
En 1935 sufre su primer destierro en Francia, donde permaneció hasta 1936, año en que retorna a Zaragoza donde le sorprende el golpe de Estado; pudo abandonar la ciudad a finales de este año. Incorporado al Aragón republicano, fue designado consejero de Instrucción Pública del Consejo de Aragón establecido en Caspe. Durante ese tiempo dirigió, desde junio el diario El Día órgano del Frente Popular de Aragón, del que era presidente. Disuelto el Consejo, se incorporó al Ejército como comisario de batallón, y pasó finalmente a Francia en febrero de 1939. En este país, bajo la ocupación alemana, actuó como secretario general del P.S.O.E. clandestino, simultaneándolo con igual cargo en U.G.T., desde entonces no dejó de pertenecer a la dirección nacional de ambos organismos en el exilio. Una grave operación que le privó de faringe puso fin a su actividad política y sindical. A su vuelta a España, fue elegido presidente del constituido Partido Socialista en Aragón (1978), siendo asimismo elegido presidente de honor de las Juventudes Socialistas de Aragón.
Hablemos ahora del libro «Zaragoza en la tormenta. Memoria de un superviviente». Como acabamos de ver su personalidad luchadora y deseosa de demostrar el mundo su visión del socialismo explica bien el tono de Zaragoza en la tormenta, que, por otra parte, no tiene nada que ver con las autobiografías al uso, pues ni sigue las estructuras clásicas de los libros de memorias ni tampoco los objetivos inmediatos –aunque sí los psicológicos- que suelen acompañar a estas. De las tres partes que del libro, sólo centraba una en sí mismo, mientras que las otras eran, primero, un relato de tintes alegóricos ubicado en la Zaragoza posterior al 18 de julio, y, segundo, una serie de semblanzas dedicadas a quienes fueron sus correligionarios durante los años de la Segunda República en las que además de la anécdota critica a quienes habían sido sus enemigos, no sólo de la derecha, también de la izquierda. Incluso, dedicó algunos comentarios en contra de los “neosocialistas” de la transición por la actitud amnésica que mostraban ante el pasado de su partido y su sindicato. Y es que entre sus textos hay también un punto de vista importante que no conviene olvidar: el de un exiliado que perdió todo por un ideal y que no sintió nunca que, ni a él ni a los hombres de su generación, le compensaran por tales sacrificios.
El triunfo del golpe militar en Zaragoza. Para explicarlo me basaré en el Trabajo Fin de Máster“Las mujeres víctimas de violencia política en Aragón durante la Guerra Civil y la posguerra (1936-1945)” de Cristina Sánchez Martínez. En el caso de Aragón, gran parte de los oficiales estaban hacía tiempo comprometidos con la sublevación y uno a uno, todos los enclaves principales se sumaron a ella. El general Miguel Cabanellas en Zaragoza-teóricamente republicano y masón- estuvo de acuerdo en apoyarla tras su reunión con Mola el 7 de junio. Se sumaron Gregorio de Benito en Huesca, gobernador militar y Virgilio Aguado comandante militar en Teruel. Sólo Barbastro, bajo el mando del coronel Villalba, fue leal a la República.En las tres capitales de provincia el proceso fue el mismo que el protagonizado por la población civil que quiso oponerse al golpe en cualquier parte del Estado: solicitaron armas a los gobernadores civiles respectivos y les fueron denegadas siguiendo órdenes del Ministerio de Gobernación. Convocaron una Huelga General que de poco sirvió, pues carecían de armamento y el Bando de guerra fue decretado al día siguiente. Todas las atribuciones de orden público recayeron sobre el ejército, que junto a paramilitares y fuerzas de “orden” ejercieron la labor de verdugos en el terror de los primeros meses -el mismo día que la sublevación tuvo lugar en Aragón, se tiene constancia de al menos 22 asesinatos. Los militares que no apoyan la sublevación son los primeros en caer, seguidos de las autoridades republicanas, salvajemente reprimidas y sustituidas por quienes designaron los militares: personalidades destacadas con una firme trayectoria de derechas, monárquicos tradicionalistas o propietarios cuyos intereses se habían tambaleado con la República
Para el día 23 de julio ya no había atisbo alguno de movilización por la República; las únicas autoridades eran ya las militares. Esta primera etapa de la guerra, hasta octubre-noviembre de 1936, de terror caliente, los paseos y sacas eran realizadas en los espacios urbanos a las afueras y, en las rurales, lo habitual era que el traslado fuera hacia una localidad cercana y en el trayecto, el camión parara, se les ejecutara, y fueran enterrados en las cunetas que en ocasiones habían cavado ellos mismos. En Zaragoza fue el concejal del Ayuntamiento, García Belenguer, quien el 5 de agosto ordenó que fueran llevados compresores al cementerio para abrir zanjas más rápidamente. En estos primeros meses son asesinadas en la provincia de Zaragoza 4.600 personas. En la capital, a comienzos de la guerra los fusilamientos tienen lugar en Valdespartera -es después cuando se trasladan al cementerio de Torrero-, pero también en otros descampados, ríos, pozos o el Canal Imperial. En palabras de Julián Casanova, “cualquiera se podía topar con un cadáver, todavía caliente o en avanzada descomposición por las altas temperaturas de aquel verano de 1936”.
En Zaragoza, una vez fue decretada la ley marcial y los paramilitares se organizaron, comenzaron las batidas por barrios obreros y con mayor movilización, registros de viviendas y locales en los que se obtendrían los nombres quellenarían las listas de la muerte y detenciones masivas en las propias casas o por las calles que configuraron una salvaje represión desconocida hasta entonces. Según la prensa local, el 25 de agosto, por ejemplo, fueron registradas una por una a las cuatro de la madrugada todas las casas del barrio de Las Delicias, con el resultado de 60 detenciones. Lo mismo se hizo en otros barrios exclusivamente obreros, como San José o Arrabal, con alto grado de afiliación sindical que habían votado masivamente al Frente Popular, y lo mismo ocurrió en los barrios con algo más de población asalariada y pequeño burguesa como la Magdalena o San Pablo.
Ahora vayamos al relato «La bandera quemada». El relato está ubicado en el colegio Andrés Manjón, en el barrio de Las Delicias de Zaragoza,que se ha convertido en actualidad en fechas recientes por el Covid-19. Hoy es un barrio predomínantemente obrero y con mucha inmigración. En 1936 era exclusivamente obrero, ya que la llegada de población foránea es de hace tres décadas. Ese colegio, es hoy El CEIP Andrés Manjón, un centro público de una vía con unos 200 alumnos de 25 nacionalidades, aunque ya muchos son españoles al haber nacido en España. La mayoría gambianos, aunque también hay un alto porcentaje de Guinea, Ghana, Senegal, Rumanía, Colombia y Ecuador… El colegio ha recibido diversos premios por sus prácticas educativas inclusivas.
Ahí va el relato:
“El barrio de las Delicias, eminentemente obrero, está sembrado de «parcelas», diminutas casitas construidas por los propios propietarios.Se le considera un enclave cenetista en la ciudad.Las escuelas construidas deprisa y corriendo para hacer frente al crecimiento de la población, son muy modestas. Las instituciones religiosas no han creado sus propias escuelas puesto que la mayoría delos vecinos, aunque quisieran, no podrían pagar las cuotas de las insaciables instituciones religiosas, servidas por frailes y monjas sin ningún título pedagógico, niotra competencia que la del rezo sistemático y embrutecedor.Consumado el levantamiento de los perjuros de la milicia, con la complicidad del señoritismo abyecto y los cavernarios de toda laya, se apresuraron a colocar en permanencia una bandera «roja y gualda» en una escuela de primera enseñanza. Allí ondeó la enseña que había presidido todos los desastres nacionales, durante unos días. Un amanecer apareció la bandera calcinada. Los sabuesos de la Falange se pusieron a indagar con frenesí de sicópatas. A pesar de torturas y amenazas, no pudieron averiguar quién o quiénes habían quemado la bandera. Fusilaron al primer vecino que tuvieron a mano y lo dejaron en la acera de la escuela para que todos los transeúntes fueran testigos del castigo ejemplar. Repusieron la bandera y se fueron con aire marcial y desafiante. Aquel cadáver acribillado a balazos sería el seguro guardián de la gloriosa enseña de los caínes. Pero no lo fue, la nueva bandera, fue asimismo quemada. Reiteradas averiguaciones,nuevas torturas sin resultado. Lo único cierto era que la bandera había ardido, lo que constituía ultraje intolerable. Cogieron a otro vecino, lo fusilaron en la acera de la escuela, a pesar de sus protestas de inocencia, y lo abandonaron allí para que sirviera de escarmiento, sin que nadie se atreviera a tocar aquellos despojos.La nueva y horrible arbitrariedad no sirvió de nada. La nueva bandera volvió a carbonizarse. El terror había invadido el barrio. El horror había alcanzado una nueva cima y el terror hundido los ánimos en nuevos abismos. ¿Quién sería el insensato que daba pretexto a los caínes para matar inocentes? ¿No era tan culpable como los ejecutores, como los asesinos? Las cábalas se susurraban con estremecimientos de horror, indignación y miedo.Aquellos cadáveres abandonados, descomponiéndose bajo un sol de justicia, roídos por las ratas llegada la noche; centinelas de una enseña descolorida en mil derrotas, eran anónimos o, al menos, perdieron su identidad en la montaña de cadáveres creada por los «salvapatrias»; por esa media España por cuyas venas corre el pus del sadismo asesino.
El honor del Caín azul debía ser lavado cualquiera que fuera el precio. Los colores de aquella bandera volvieron a brillar orgullosos y desafiantes en el mástil de la escuela primaria.Y otra vez la bandera fue carbonizada. La «paciencia » de los cuadrilleros falangistas desapareció por completo. La obstinación del incendiario, prendiendo simbólicamente fuego ala Patria ( ? ), merecía una respuesta proporcionada al «crimen». La exasperación de los señoritos uniformados había llegado al paroxismo. Si se trataba de un pitorreo sería cosa de ver quién reía el último. No se lo pensaron mucho. Entraron en un piso de la vecindad y se llevaron a toda la familia: viejos, jóvenes, niños. Tres generaciones de inocentes. Los alinearon en la acera y los fusilaron. Allí quedaron sus cadáveres. El horizonte del horror había ampliado sus límites. ¿Quién pensaba que el terror no podía ampliar sus magnitudes? .Aniquilar a una familia entera por una bandera quemada por desconocido incendiario, no era un precio muy alto, cuando en toda la ciudad se sacrificaban ciudadanos sin pretexto alguno. El terror paralizaba las gargantas y las lágrimas se recataban. No solamente el pueblo no podía llorar a sus víctimas, sino que ni los familiares más cercanos podían hacerlo.Los cadáveres de una familia entera desangrándose en la acera y en el mástil de la escuela, la bandera nueva.Aquella noche, mientras en las casas se había establecido un silencio tan espeso como la sangre coagulada en el badén y en la alcantarilla, la bandera ardió una vez más.Alguien advirtió que el viento flameaba la bandera con tal violencia que ésta se enrollaba en los cables eléctricos que corrían por la fachada, produciendo un haz de chispas rabiosas que carbonizaban el lienzo. No había otro incendiario que el cierzo y nadie podía fusilar al cierzo. Advertida la patrulla de vigilancia, se personaron ante la escuela para contemplar el chisporroteo, subrayando la acción del cierzo sonora y siniestra carcajada”.
Según información recogida en el barrio, el incendiario fue el conserje del colegio, cosa que confesaría en el lecho de muerte. Eliseo Remolarde 81 años, miembro de la Fundación Bernardo Aladren nos cuenta “cuando yo vine a vivir al barrio, a mitad de los 40, de las Delicias todavía vivían muchos que recordaban la historia, entre ellos una chica seis o siete años mayor que yo, de nombre Pilar Roche, la cual todavía vive”.Igualmente a mí el relato me lo han corroborado determinadas personas. Y en el imaginario colectivo del barrio está plenamente asumido y aceptado. Otra cosa es que lo cuenten abiertamente, ya que el miedo ha existido y sigue presente, como una secuela perniciosa del franquismo.
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