Cándido Marquesán.
(publicado en: El Periódico de Aragón, 4 de noviembre de 2023)
Asistimos impasibles a un genocidio televisado en Gaza, sin que pueda justificarse por el terrorismo de Hamás. Y deberíamos preguntarnos, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? En lugar de promover la paz, líderes mundiales no solo toleran la guerra, sino que venden las armas para gran negocio de las industrias armamentísticas. Esta locura colectiva e incurable puede conducirnos a un exterminio total o a un suicidio universal. ¿Qué nivel de maldad podemos alcanzar los seres humanos? ¿No somos el homo sapiens? Tampoco es una novedad. En los últimos 100 años, el ser humano ha provocado dos guerras mundiales, lanzado bombas atómicas sobre la población civil, desarrollado armas químicas y biológicas para imponer una voluntad por motivaciones políticas, económicas, raciales, religiosas o culturales.
Los hombres somos capaces de crear obras de arte maravillosas y, a la vez, los horrores más truculentos. El mundo de hoy como el de ayer está sin duda lleno de bondad y maldad. Sobre esta última, numerosos pensadores han reflexionado. «Somos hijos de aquella Europa donde está Auschwitz: hemos vivido en el siglo en el que se ha torcido la ciencia y que ha alumbrado las leyes raciales y las cámaras de gas», proclamaba Primo Levi para luego preguntarse y preguntarnos: «¿quién puede estar seguro de que es inmune a la infección (maldad)?» En 1961, Hannah Arendt asistió en Jerusalén al juicio de Adolf Eichman. Pudo comprobar que seis psiquiatras lo evaluaron como hombre normal; completó su apreciación indicando que hubo muchos hombres como él, ni pervertidos ni sádicos que, sin embargo, cometieron sus delitos en circunstancias que tornaron en banales los hechos propios de un hostis humani generis»(enemigo del género humano). En 1963 publicó un ensayo sobre la banalidad del mal.
El psicólogo Philip Zimbardo define la maldad: «consiste en obrar deliberadamente de una forma que dañe, maltrate, humille, deshumanice o destruya a personas inocentes, o en hacer uso de la propia autoridad y del poder sistémico para alentar o permitir que otros obren así en nuestro nombre». Un principio general: «podemos aprender a ser buenos o malos con independencia de nuestra herencia genética, nuestra personalidad o nuestro legado familiar»; este principio difiere de la perspectiva más habitual que estima que la ejecución del mal depende de un carácter disposicional. Zimbardo resalta, por el contrario, que existen fuerzas sistémicas capaces de fomentar y alimentar la maldad, procedimientos eficaces para inducir la «imaginación hostil» o, incluso para que personas normales lleguen a justificar el genocidio; cualquier ser humano puede llegar a renunciar a su humanidad, movido por una ideología asumida irreflexivamente, o de cumplir órdenes atroces de autoridades que etiquetan a otros seres humanos como enemigos; porque la moralidad y los sentimientos humanitarios pueden desconectarse.
Zimbardo trató de entender cómo es posible que en un corto periodo de tiempo pueden las personas transformarse hasta cometer actos inconcebibles. Para ello, llevó a cabo un experimento en la cárcel de Stanford a principios de los 70, con 24 alumnos de dicha universidad, que le sirvió para publicar el libro El efecto Lucifer. El porqué de la maldad. Para la descripción del experimento me fijaré en el artículo El efecto Lucifer de Luis Suárez Mariño. La cárcel ficticia se instaló en el sótano del Departamento de Psicología y los guardias recibieron porras y uniformes caqui de inspiración militar, además de gafas de espejo para impedir el contacto visual. Los prisioneros debían vestir solo batas de muselina, sin calzoncillos, y sandalias con tacones de goma, para forzarles a adoptar posturas corporales incómodas y provocar su desorientación. Además, medias de nylon en la cabeza para simular que tenían las cabezas rapadas, números cosidos a sus uniformes y una cadena en los tobillos como «recordatorio constante» de su encarcelamiento y opresión. La única prohibición fue el maltrato físico: todo lo demás estaba permitido con el único fin de conseguir su despersonalización. Su desindividuación, en palabras de Zimbardo.
Los prisioneros pasaron un procedimiento completo de detención por la policía, se les tomaron sus huellas dactilares, fueron fichados y se les leyeron sus derechos. Tras la detención, fueron trasladados a la prisión ficticia, donde fueron inspeccionados, desnudados y desinfectados. Los prisioneros sufrieron –y aceptaron– un tratamiento sádico y humillante a manos de los guardias, se abandonaron rápidamente la higiene y la hospitalidad. El derecho a ir al lavabo pasó a ser un privilegio que podía ser denegado. Se obligó a algunos prisioneros a limpiar retretes con sus manos desnudas. Se retiraron los colchones de las celdas de los malos y se forzó a los prisioneros a dormir desnudos en el suelo de hormigón. La comida era negada como castigo.
A medida que el experimento evolucionó, muchos de los guardias incrementaron su sadismo, particularmente por la noche, cuando pensaban que las cámaras estaban apagadas y luego se enfadaron por la cancelación prematura del experimento, a los seis días, a la vista de la rápida degradación sufrida por los participantes.
El estudio mostró lo fácil que resulta que una «buena persona» actúe con maldad o de manera inmoral dependiendo del entorno y las circunstancias, como la guerra o un encarcelamiento prolongado.