El libro «La manada digital. Feudalismo hipertecnológico en una democracia sin ciudadanos» de Josep Burgaya, me ha provocado un aldabonazo sobre los grandes peligros a nivel político, social, económico y educativo, como consecuencia de una legislación inadecuada o inexistente del mundo digital online. Estoy convencido que si leyésemos más libros y más periódicos en lugar de solo mensajes de twitter nuestra sociedad no estaría tan crispada y tensionada.
El mundo digital tal como se desarrolla, exige una legislación en el marco del Estado de Derecho y de una sociedad democrática donde se protejan la libertad y los derechos individuales. No es de recibo que tal mundo sea la selva, donde domine la ley del más fuerte. Es imprescindible un consenso global entre los distintos Estados sobre el contenido y los instrumentos de esa regulación, para establecer una cierta armonización y para evitar que las grandes corporaciones tecnológicas se aprovechen de las diferencias –no solo a nivel fiscal– entre los países. No obstante, Estado Unidos no está por la labor.
Más allá de los aspectos de la economía de las plataformas, que se deben regular por las leyes tributarias y laborales, se requiere una ‘Ley General de Internet’, que establezca derechos, garantías y prohibiciones, para que se convierta en un mundo civilizado al servicio de toda la sociedad en su conjunto.
Derechos de propiedad
Es imprescindible una definición clara de los derechos de propiedad en la Red, para impedir la apropiación, auténtico expolio, y el comercio de datos privados; como también el derecho a la propiedad absoluta sobre el ‘software’ y ‘hardware’ que se compra, prohibiendo el acceso y el control de aquellos que, en teoría, nos los han vendido. Así como la prohibición de las ‘cookies’. «¿Por qué los llaman ‘cookies’, si son unos cabrones que nos vigilan»?
Proteger los derechos de propiedad intelectual en Internet, no solo por razones de justicia hacia sus creadores, sino como garantía de su mantenimiento con unos niveles de exigencia y de la posibilidad de vivir de ello.
El derecho a no dejar huella. Irrumpe así, en el novísimo mundo de las redes, un tema antiguo. Ayer la «damnatio memoriae», hoy la obligación del olvido. Sin embargo, ¿en qué se convierte la vida en un tiempo en el que Google recuerda siempre? Debe protegerse jurídicamente el derecho al olvido para borrar todo lo que hemos hecho pasado un tiempo y que no nos condicione toda nuestra vida. Un derecho que, a pesar de ser aprobado por el Tribunal Superior de Justicia de la UE en 2014, la mayoría de las solicitudes han sido desestimadas por Google, con la excusa de su «interés público».
Interruptor
Deberíamos disponer del interruptor de acceso y de control de la Red. Hoy estamos permanentemente en ella, al margen de nuestra voluntad. Se nos graba, se nos ponen geolocalizadores, se nos rastrea, aunque no entremos formalmente en Internet a través del ordenador o smartphone. Tenemos derecho a la privacidad –artículo 18 de nuestra Constitución–, que está siendo conculcado, aunque nosotros colaboramos en ello gustosamente. Vivimos en una sociedad «smartphonecéntrica», de ahí una nueva patología la nomofobia, la imposibilidad de vivir sin nuestro móvil.
El derecho al honor tendría que estar legislado para Internet y las redes sociales. Los internautas tendrían que responder sobre sus comentarios e igualmente establecer unos límites y normas a la publicidad como ocurre en radiotelevisión. Se debería controlar el marketing agresivo y el abuso de los datos personales obtenidos ilegalmente, los métodos de ‘spam’, la publicidad engañosa… Y los perfiles personalizados deberían estar prohibidos.
La protección a los menores es crucial, y salvo declaraciones de intenciones se ha hecho muy poco. Tienen acceso a contenidos violentos, pornográficos y apuestas deportivas… Intercambian imágenes y vídeos de contenido sexual. No solo es competencia de los padres. Hay que poner puertas en Internet y para eso están los Estados.
Protección de los derechos laborales frente a la invasión digital de nuestras actividades profesionales. La desconexión digital de los trabajadores fuera de su horario laboral es imprescindible. E igualmente la protección de su intimidad ante el abuso de dispositivos digitales o sistemas de geolocalización en el trabajo.
Adaptar la legislación
Por último, hay que adaptar la legislación electoral a la existencia del mundo digital. Jornadas de reflexión, limitación de campañas y propaganda electoral tal como están legisladas resultan ridículas con la irrupción de las redes sociales e Internet. Hay que proteger a los ciudadanos electores de las inmensas posibilidades de manipulación política, que se han puesto de manifiesto con Trump, con el Brexit o con Bolsonaro. Y también en España con la extrema derecha, experta en el uso de las redes sociales para sus campañas electorales y difusión de sus mensajes. Con el uso de datos personales, campañas instrumentalizadas desde plataformas digitales, la posverdad, los bots teledirigidos desde países exóticos, si no se legisla, las elecciones se convertirán solo en un espectáculo, si no lo es ya, y la democracia corre peligro de convertirse en una pura farsa.
La sociedad va a un ritmo mucho más rápido que el mundo del derecho. Lo explica el libro «El derecho ya no es lo que era. Las transformaciones jurídicas en la globalización neoliberal», edición de José A. Estévez Araújo.
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