La democracia descansa sobre un determinado ethos, que es un conjunto de normas, comportamientos y principios morales, formado a lo largo del tiempo y compartido por los ciudadanos de una comunidad política.
Según Adela Cortina para mantener y fortalecer la actividad política desde una ética democrática hay que trabajar fundamentalmente en tres niveles. Un compromiso irrenunciable de los políticos de proteger las instituciones básicas de nuestro Estado de derecho. Deben entender la competición electoral según establece Michael Ignatiev: «Para que las democracias funcionen, los políticos tienen que respetar la diferencia entre un enemigo y un adversario. Un adversario es alguien al que quieres derrotar. Un enemigo es alguien al que quieres destruir». Lamentablemente en nuestro Parlamento hay políticos que practican más una política de enemigos, que cifran su éxito electoral en desacreditar a sus rivales en lugar de hacer propuestas razonables. Frente a estos comportamientos, que degradan la actividad política, hay respuestas: la vergüenza pública y la más contundente, el voto. Mas, para que ambas funcionen es imprescindible una ciudadanía madura.
La ciudadanía es la clave de una democracia, no solo por su capacidad de movilización, sino porque vota. Las razones para votar son muy diversas, pero resulta desmoralizador que una parte de la ciudadanía siga votando a políticos mendaces, corruptos y violentos; y que la destrucción sistemática del adversario, con insultos truculentos-criminal o asesino-jaleados en determinados medios produzca rédito electoral. No obstante, para algunos su voto es inmutable, al estar entregados a priori a determinadas opciones políticas. «Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio (político)», aseguró con acierto Albert Einstein. Si los ciudadanos no castigan electoralmente algunos comportamientos políticos, se refuerzan los hábitos antidemocráticos. Por ello, la clave más profunda para salvaguardar la democracia es cultivar, desarrollar una ciudadanía madura, crítica, imbuida de los valores de justicia y de dignidad, Y aquí es fundamental la educación: en la escuela, los medios, la familia, y en cualquier institución con capacidad de influencia. Y, sobre todo, en la política. La política es el arte de ejemplificar. Los políticos dan el tono a la sociedad, crean pautas de comportamiento y suscitan hábitos colectivos.
Y el último nivel según Adela Cortina, amistad cívica y un proyecto común. En su libro Republicanismo, Philip Pettit señala: «En mala situación se halla un país solo gobernado por leyes, porque ocurren mil cosas no contempladas por las leyes». Convencido de la necesidad de la civilidad, Pettit considera que son tres los mecanismos de control social: la mano invisible de la economía, la mano visible del Estado y la mano intangible de la virtud cívica capaz de generar lo que Aristóteles llamaba amistad cívica.
Las sociedades para prosperar, según Aristóteles, necesitan leyes e instituciones justas, gobernantes prudentes y jueces honestos, pero también un ingrediente sin el que la vida pública no funciona con bien: la amistad cívica. La de los ciudadanos de un Estado que, por pertenecer a él, saben que han de perseguir metas comunes y por eso existe ya un vínculo que les une y les lleva a intentar alcanzar esos objetivos, siempre que se respeten las diferencias legítimas.
Para alcanzar esas metas comunes se requiere confianza entre sus miembros según Tony Judt. Toda empresa colectiva requiere confianza. Desde los juegos infantiles hasta las instituciones sociales más complejas, no podemos trabajar juntos si no dejamos de lado nuestros recelos mutuos. ¿Por qué? En parte porque esperamos reciprocidad, pero en parte claramente también por una tendencia natural a trabajar en colaboración en beneficio de todos. La tributación es un revelador ejemplo. Cuando pagamos impuestos, damos muchas cosas por supuestas sobre nuestros conciudadanos. Suponemos que ellos también los pagarán; de lo contrario, pensaríamos que la nuestra es una carga injusta y acabaríamos dejando de pagar. Confiamos que quienes recauden el dinero lo gasten de forma responsable. Además, la mayoría de los impuestos se destina a pagar deudas pasadas o futuros gastos.
Por ello, hay una relación implícita de confianza y reciprocidad entre los pasados contribuyentes y los beneficiarios actuales, los contribuyentes actuales y los pasados y futuros receptores –y, por supuesto, los futuros contribuyentes, que cubrirán nuestros desembolsos actuales–. Así, estamos condenados a confiar no sólo en personas que no conocemos hoy, sino en personas que nunca pudimos conocer y que nunca conoceremos, con las que mantenemos una compleja relación de interés mutuo. Lo mismo se puede decir del gasto público. Si aumentamos los impuestos para costear un colegio, los beneficiarios son otros. Esto también es aplicable a la inversión pública en proyectos de investigación y educativos, ciencia médica, seguridad social y otros gastos colectivos, cuyos beneficios quizá haya que esperar unos años. Así que, ¿por qué nos molestamos en aportar el dinero? Porque nos consideramos parte de una comunidad cívica que trasciende las generaciones, como otros lo aportaron para nosotros en el pasado, normalmente sin pararse mucho a pensarlo.
¿En la España de hoy existe un proyecto común basado en la mutua confianza?.
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