Un ejercicio de Historia contrafactual: la Guerra Civil no era inevitable

Se conoce como historia contrafactual el ejercicio de imaginar escenarios alternativos que respondan a la pregunta, ¿qué hubiera pasado si-? ¿Qué hubiera pasado si Aníbal tras vencer a los romanos en Italia hubiera decidido dar el golpe definitivo a la capital? ¿Qué hubiera pasado si el general Prim no hubiera sido asesinado antes de la llegada de Amadeo de Saboya a España en 1870? ¿Hubiera llegado la II República si Alfonso XIII se hubiera opuesto al golpe militar de Miguel Primo de Rivera? ¿Qué hubiera sucedido si una parte del ejército español en julio de 1936 hubiera respetado el juramento a la Constitución de 1931?

Numerosos historiadores critican duramente la historia contrafactual, considerándola como un mero ejercicio de salón, una patraña ahistórica, juegos inconsecuentes, pura literatura, basura imposible de respetar académicamente, como también que «la historia no conoce el si». Según el historiador británico E.H. Carr: «La historia es el registro de lo que la gente hizo, no de lo que dejó de hacer». Estos calificativos tan negativos pueden deberse a que los historiadores tratan de explicar el pasado de una manera total y definitiva.

Algunos “historiadores”, medios y políticos nos aseveran que el golpe militar frustrado, que fue el origen de la Guerra Civil española, sobrevino inevitablemente porque se habían acumulado unos condicionantes previos, de manera que no podía ocurrir otra cosa diferente a la que ocurrió. No escasean los historiadores pontificando que nuestra Guerra Civil era algo inexorable y previsible, consecuencia de los caracteres de la idiosincrasia española, que la hacía incapaz de resolver los conflictos inevitables en la convivencia humana por la vía del dialogo y la concordia.

La responsabilidad del golpe militar que acabó con la Constitución de 1876, que si no fue directo artífice, nada hizo para evitarlo, fue de la Corona

Como señala Santos Juliá: «La metáfora de las dos Españas, vieja y joven, oficial y real, muerta y vital, se convirtió durante la guerra en la base de una nueva versión del gran relato de la historia de España como una tragedia, como destino inexorable de un enfrentamiento a muerte entre dos principios eternos y excluyentes». Mas, los acontecimientos humanos son mucho más complejos, ya que no se pueden predecir de una manera determinista, tal como señala el marxismo y la Escuela de los Anales.

Ni tampoco es admisible una versión providencialista de la historia, tal como se desprende de la Carta Colectiva del Episcopado español de julio de 1937, al considerar que nuestra guerra fue necesaria en su origen; hasta tal punto que fue como un designio de la Providencia, para redimir nuestros pecados. La historia contrafactual es interesante metodológicamente, al obligarnos a pensar en las distintas posibilidades que han existido en un momento determinado. De esa forma, captamos mejor la incertidumbre y la fluidez del pasado, y así lo entendemos mejor como proceso impredecible, incierto y, hasta un punto, abierto.

Es lo que voy hacer a continuación, un ejercicio de historia contrafactual que me lo ha sugerido la lectura del libro de Santos Juliá, ya tristemente fallecido, Hoy no es ayer. Ensayos sobre la España del siglo XX. La exposición está basada fundamental en el capítulo España sin guerra civil.

“Este movimiento es de hombres: el que no sienta la masculinidad completamente caracterizada, que espere en un rincón, sin perturbar, los días buenos que para la patria preparamos. Españoles: ¡Viva España y viva el Rey! (…)” .Miguel Primo de Rivera, Capitán General de la IV Región».La Vanguardia, Barcelona, 13 de septiembre de 1923.

La responsabilidad del golpe militar que acabó con la Constitución de 1876, que si no fue directo artífice, nada hizo para evitarlo, fue de la Corona. El rey recibió al dictador con toda cordialidad y pocos meses después presumió de él ante el rey de Italia como de «mi Mussolini», con lo que acabó de identificarse la monarquía con la dictadura. Por supuesto, la connivencia del rey con el ejército venía de mucho tiempo atrás, al menos desde que obligó a un Parlamento a aceptar en 1906 la «ley de jurisdicciones», con la que los militares respondieron a las protestas por la insubordinación de la guarnición de Barcelona y por su ataque a periódicos satíricos y catalanistas. Esto significaba para las élites de la nueva clase media, y sectores del movimiento obrero y catalanistas, y de los escasos republicanos: con la monarquía era imposible la democracia.

El golpe de estado de 1923 trastocó el desarrollo de la política española en aspectos fundamentales. Ante todo, dejó sin respuesta al dilema acerca de las posibilidades de desarrollo democrático de la monarquía constitucional. Raymond Carr lo plantearía con una célebre imagen: Primo de Rivera actuó asegurando que remataba un cuerpo enfermo cuando en realidad estaba estrangulando a un recién nacido; su golpe de Estado triunfó porque asestó el golpe al sistema parlamentario en el momento en que se operaba la transición de la oligarquía a la democracia. Manuel Azaña, testigo de los hechos, habría compartido la opinión de Carr: el golpe no fue la acción quirúrgica destinada a sajar el cáncer de la vieja política, sino la prueba definitiva de la voluntad de la Corona de liquidar las Cortes precisamente en el momento que iban a hacerse intérpretes de la opinión pública.

Antes de permitir el funcionamiento con plena libertad del Parlamento prefirieron destruirlo. Por supuesto, lo recién nacido no era el régimen constitucional dotado de un Parlamento, viejo ya de casi 50 años, sino el inicio de su evolución hacia un parlamentarismo democrático, inevitable -como estaba ocurriendo en el Reino Unido, pero allí la monarquía era prestigiosa e impregnada del sentido de modernización política- a no ser, claro está, que se cruzará un espadón al modo del siglo XIX. Por ello, el haber liquidado de un plumazo esos 50 años de tradición liberal y parlamentaria, con todas sus deficiencias, el golpe de Primo de Rivera es uno de los momentos más catastróficos de nuestra historia contemporánea. Pues en lugar de esa evolución orgánica hacia la democracia, el golpe de estado legitimó el recurso a la violencia y a las armas para alcanza el poder y cambiar de hecho un régimen político. La Monarquía podría haber dado ese paso hacia la democratización, por su papel en la política española, y no le hubieran faltado apoyos, mas prefirió elegir otro camino, que al final iba a suponer su caída. Por ende, la Corona y el ejército, a la vez que liquidaron la monarquía constitucional de 1876, pavimentaron el camino hacia la República.

Así con la llegada de la República se instauró la democracia, como una lógica de la evolución política y social experimentada en las tres primeras décadas del siglo XX. Podría decirse, en esta dirección, que la República y no la guerra fue la auténtica continuación de la historia de España, una vez que la monarquía quiso desviarla del curso que iba del liberalismo a la democracia, recurriendo a una dictadura militar, como hemos comentado anteriormente. Se instauró la República como consecuencia de unas elecciones municipales, en las que ganaron las candidaturas republicanas. Los mandos de la Guardia Civil y del ejército, supieron calibrar la situación, cuando le dijeron al Rey que acataban la voluntad popular. Los monárquicos han dicho que Alfonso XIII se marchó para evitar un derramamiento de sangre, cuando la verdad es que nadie estaba dispuesto a derramarla para que se quedase.

Si la República llegó de una forma pacífica, sin oposición, con gran regocijo popular, ¿por qué no se consolidó? Una visión tradicional considera que se debió a la política seguida por los fundadores del nuevo régimen, ya que la República se vio sometida a un proceso irreversible hacia los extremismos. La ausencia de un fuerte partido de centro, en un pluralismo político fragmentado, sería la causa de que el sistema evolucionara hacia una extrema polarización, que provocaría fatalmente la Guerra Civil.

Ni la polarización ni esta supuesta falta de centro, y mucho menos el cainismo supuesto de la sociedad española, pueden explicar los obstáculos políticos con que tropezó el proceso de consolidación de la República. Los problemas fueron más complejos y cambiantes según las distintas etapas por las que atravesaron sus conflictos sociales y la configuración del sistema de partidos.

En 1931, algunos partidos fundadores de la República eran recién nacidos; otros, ya veteranos, acababan de pasar un largo periodo de clandestinidad; y sólo uno, el PSOE, podía presumir de una amplia base social por sus relaciones con al UGT. La mayoría de esos partidos tenían una débil organización y de una incipiente institucionalización, lo que no fue obstáculo para que el Gobierno del que formaban parte, una vez aprobada la Constitución, e incluso antes, se embarcase en un amplio programa de trasformación política y social para satisfacer las expectativas levantadas por la llegada de la República: a nivel militar, legislación laboral, separación Iglesia y Estado, secularización de las leyes, estatuto de autonomía catalán, reforma agraria, ampliación de la escolarización primaria, etc.

Dejando aparte la salida del Gobierno de la Derecha Liberal Republicana y del Partido Radical, Azaña en diciembre de 1931 se convirtió en jefe de un Gobierno de coalición republicano-socialista. Sus problemas no procedieron de los extremismos, inexistentes en los dos primeros años de la República, sino en la distancia entre sus propósitos de reformas y la base social y política de su poder: aquel gobierno, además de formado por partidos débiles y heterogéneos, no disponía de suficientes recursos para ejercer sobre la sociedad un control firme para llevar a cabo su amplio programa de reformas políticas y sociales, y superar los grandes obstáculos que le salieron al paso.

Quizá, hubiera sido mejor, menos reformas o emprenderlas más gradualmente, que abordarlas todas a la vez. Su debilidad radicaba de su heterogeneidad, socialistas, republicanos de izquierda, radical-socialistas y nacionalistas catalanes y gallegos, y además enfrentada al poder de las oposiciones que actuaban fuera o en los márgenes del sistema: anarcosindicalismo, catolicismo político, monarquismo. Mas a pesar de todo, el Gobierno resistió las intentonas insurreccionales: las huelgas revolucionarias anarcosindicalistas fracasaron, como también algunas revueltas militares. Lo que no pudo resistir, sin embargo, fueron las prisas del Partido Radical y del presidente de la República, Alcalá Zamora, esto es, del sector republicano que se había salido del gobierno en 1931, para dar un cambio político.

El Partido Radical se dispuso a gobernar con el apoyo del otro partido ganador de las elecciones de noviembre de 1933, la CEDA. La llegada a los aledaños del Gobierno de un partido nuevo y que nunca había mostrado fidelidad a la Constitución abrió un periodo de conflictividad social e inestabilidad gubernamental. El PSOE y los nacionalistas de izquierda catalanes no dudaron en blandir la amenaza de la revolución si la CEDA entraba en el Gobierno, amenaza que la materializaron en octubre de 1934, cuando entraron tres ministros de la CEDA. Muchas de las acciones de la experiencia revolucionaria de octubre de 1934; fueron tipificadas como delitos, fueron investigadas, juzgadas y sancionadas de acuerdo con las leyes democráticas republicanas, propias de un Estado de derecho, sometido a la ley por un Gobierno legítimo durante 1934 y 1935. Lo único que no fue democrático fue la aplicación sistemática de la tortura…factor incluyente luego en la génesis y triunfo del Frente Popular. Y después, en el mismo sentido, aquellas actuaciones delictivas fueron amnistiadas por un Parlamento salido de las urnas. Es decir, que este proceso revolucionario lo resolvió el Gobierno de la República dentro de la legalidad y no fue desbordado.

La negativa de Alcalá Zamora a encargar a Gil Robles la formación de un nuevo Gobierno tras el hundimiento del Partido Radical abrió la tercera etapa republicana con una nueva disolución de las Cortes que tampoco sirvió para estabilizar el sistema ni los comportamientos electorales. Con una derecha dividida y los partidos de izquierda-desde republicanos a los comunistas- formaron una coalición electoral que triunfó en febrero de 1936. En la fragmentación de los grandes partidos, el PSOE entre caballeristas y prietistas, entre quienes esperaban el desgaste del gobierno para hacerse con todo el poder y los que deseaban reforzar al Gobierno, y la CEDA, que también afectó a esa gran fuerza política en que el ejército se había trasformado desde los primeros años del reinado de Alfonso XIII, más que en la polarización general de la sociedad o en un ascenso a la extremos de la revolución o del fascismo, es donde hay que buscar las causas del deterioro político en la primavera de 1936. Con todo, tal como estaban las cosas a inicios del verano de 1936, si parte de las fuerzas armadas y de seguridad hubieran guardado su juramento de lealtad a la Constitución, lo más factible era que un numeroso sector del PSOE se hubiera incorporado de nuevo, antes del fin de año, a un Gobierno republicano presidido por Indalecio Prieto.

No le hubiera sido fácil a ese Gobierno, aunque no puede darse por hecho que le hubiera resultado imposible, imponer el restablecimiento del orden público y encauzar la movilización obrera hacia objetivos compatibles con el mantenimiento del orden constitucional. El Partido Comunista, aunque débil, habría sostenido a un Gobierno de estas características como lo hizo en Francia siguiendo la pauta de los Frentes Populares acordada por la Internacional Comunista en 1935, y como lo haría en la misma República desde mayo de 1937. Quedaba la CNT, pero el agotamiento de la vía insurreccional, intentada varias veces desde 1931, no aconsejaba volver a ensayarla, sobre todo si había un Gobierno republicano-socialista sostenido por los comunistas.

Por lo tanto, como conclusión, si en 1923 las cosas pudieron haber discurrido a la manera británica, con una monarquía liberal evolucionando hacia la democrática, en 1936 ningún obstáculo insuperable impedía que hubiera discurrido a la manera francesa, con un Gobierno de coalición republicano-socialista, apoyado en el Parlamento por los comunistas. Ni a la Monarquía le hubieran faltado apoyos para emprender la vía democrática en 1923, ni la República había agotado todas sus posibilidades. Tanto en un caso como en otro, sin embargo, la intervención militar cerró todas las vías políticas de solución a los conflictos sociales y políticos, inevitables en todas las democracias.

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